Por Eloy Caloca Lafont

Este verano
releí Elsinore: un cuaderno por dos
razones: 1) El rema o motivo de Elsinore, según apenas descubrí, viene de Hamlet, pues Elsinore fue
el castillo imperial de Dinamarca. Leyendo con mis alumnas de Literatura
Clásica la historia del príncipe shakesperiano, me decidí encontrar paralelos
entre la narrativa de Elizondo y la obra de teatro, pero eso sería motivo de
otro ensayo. 2) La relectura fungió también como la celebración de que mi amigo
Daniel Orizaga Doguim, coordinador de Letras Hispanoamericanas de la UAQ, haya
publicado el colectivo de ensayos Cámara
Nocturna (Tierra Adentro, 2011), sobre
la obra de Salvador Elizondo; volumen cuyo primer texto, Confesiones de otra máscara, de Pablo Martínez Lozada, trata sobre
el Elizondo más joven, el que aparece, no como escritor sino como “personaje”:
el niño de la autobiografía, los cuentos, los diarios y Elsinore.
A continuación
expongo algunas notas de lectura de Elsinore:
un cuaderno, un texto donde la niñez, el misterio y la construcción del yo confluyen, erigiendo una de las
grandes narrativas de la mitología elizondeana.
La niñez y su fin: el demonio preadolescente
Sal, Salvador, o en la pronunciación
californiana, “Sálvador”, el protagonista de la novela, es muy parecido a
cualquier niño cuya infancia está escurriéndosele de las manos, para dar paso a
la adolescencia. Al llegar a los diez años, el niño deja de ser niño para ser
otra cosa: un pequeño deforme que desea crecer sin haber delineado siquiera,
una identidad. La definición de la hombría lleva a cualquier infante a la
estupidez y a la confusión: el primer pleito, la incursión en la pornografía soft o las travesuras escolares, remiten
a la búsqueda de la identidad y a la autoafirmación a través de la aprobación
del grupo de amigos. Las mujeres se dejan ver como tesoros antes desconocidos; surgen
las primeras fantasías sexuales y valoraciones del terreno femenino. Es la
época de consolidar amistades y cuestionar paradigmas.
Entre el niño y
el adolescente hay un umbral muy breve que se desconoce; es en ese espasmo, hoy
denominado pre-adolescencia, olvidado
por la vida y por la literatura, donde se ubica Elsinore. La llegada a la escuela militar, el cambio de país y la
adaptación a nuevos referentes culturales, colindan con la definición del yo y con la que fuera, tal vez, la
primera anécdota de niñez digna de ser contada. Elsinore es la intrascendencia, el día común que se inmortaliza,
cristalizado por la nostalgia del recuerdo. No es casualidad que el epígrafe de
Ernst Jünger elegido por Elizondo diga: “Todos vosotros conocéis la profunda
melancolía que nos sobrecoge al recordar los tiempos felices. Esos tiempos que
se han alejado para no volver más y de los cuales estamos más implacablemente
separados que por cualquier distancia[2]”.
Tampoco es espontáneo el inicio de la novela, donde se remite a un umbral
parecido al que separa niño y
adolescente; al espacio que existe entre la vigilia y el sueño, entre la
memoria y el olvido: “Estoy soñando que escribo este relato. Las imágenes se
suceden y giran a mi alrededor en un torbellino vertiginoso[3]”.
Literatura, niñez, remembranza
La historia de Sal es la de cualquier héroe,
salvo por dos diferencias: él no triunfa (al menos, gloriosamente), y todas sus
empresas transcurren en un solo día. El Odiseo minúsculo que recorre el
argumento, al igual que todos los héroes, desafía las leyes impuestas. No debe
fumar ni beber. No debe salir del campamento Elsinore, Escuela Naval y de Aviación. No debería juntarse con
vagos como Fred, que anhelan la libertad. Tampoco, enamorarse de Mrs. Simpson,
su maestra, ni convivir con El Yuca y Diosdado, los truculentos conserjes
mexicanos. Pero se salta las reglas y tiene algo qué contar; la anécdota se
construye a partir del desafío, de la subversión ante el conservadurismo. El
resultado, para muchos, es algo soso. Carlitos, el protagonista de Las batallas en el desierto (1981), de
José Emilio Pacheco, se atreve a confesar el amor que siente por Mariana, la
madre de su mejor amigo; Sal, en cambio, queda en el platonismo y en la
indecencia de la fantasía. Sus aventuras no son nada ponderables. Los
personajes de José Agustín tenían mejores anécdotas: el escape a Acapulco, el
manoseo de las chicas, el suicidio epítome[4],
el cigarrillo que develaba la frase “detrás de la roca está el mundo en que yo
vivo”[5]. Ni
qué decir de los personajes de García Saldaña: pandilleros, casanovas,
motociclistas y vándalos[6]. Sal
no escapa de país; ni siquiera de zona. Ya con haber salido de Elsinore Lake siente un aire de poder;
el pobre jamás conoció la historia de León, el niño de Un hilito de sangre (1995), novela de Eusebio Ruvalcaba en la que
el protagonista, de doce años, se introduce en burdeles, presencia un
asesinato, y viaja del Distrito Federal hasta Guadalajara por el amor de su
corta vida. Sal no es el niño arrojado, buscapleitos ni apabullante. No es el
Menelao de Gazapo (1966), de Gustavo
Sainz, que pelea con la madrastra y con el padre, y roba el auto de ambos un
fin de semana. De todas las novelas mexicanas que he leído, en donde el
protagonista es un pre-adolescente o púber precoz (William Pescador, de Christopher Domínguez Michael, o las novelas
de Xavier Velasco, como Éste que ves),
o de los infantes terribles de las letras universales (el huérfano Pip de Grandes Esperanzas, Oliver Twist, Tom
Sawyer, Julien Sorel de Rojo y Negro, Holden
Caufield de The catcher in the rye,
Óscar Wuao de la homónima novela de Jeunot Díaz, Pánic Órfila de Kiko Amat), Sal
es el niño más apagado y sobrio. Es ahí donde reside su importancia: es el “don
nadie” convertido en héroe o el perdedor que, por una noche, puede romper las
reglas. Al día siguiente todo volverá a la normalidad, pero desde el anonimato,
él dará cuentas de su heroísmo.
Sal tiene, en
mi lectura, paralelismo con dos niños retraídos de las letras universales: el
Marcel de Por el camino de Swann, primera
parte de En busca del tiempo perdido, la
saga de Proust, y Stephen Dedalus, protagonista de la novela de Joyce, El retrato del artista adolescente (y de
la posterior obra maestra, Ulises). En la novela elizondeana no hay más afán que el de rememorar la
niñez, sin pretender la reconstrucción interpretativa, la evaluación de los
actos, ni la comparación pasado-presente:
En Elsinore,
la última novela de Salvador Elizondo, un personaje llamado Salvador
Elizondo posee un don: el de percibir, a través de cualquier fotografía, si la
persona retratada vive o no. Esta facultad que él mismo atribuyó a su personaje
literario cobra un inquietante significado ahora que él mismo ha muerto, pues
al mirar las fotos que de él permanecen, me inunda la persistente sensación de
que aún vive, no como cualquier hombre, ni mucho menos como cualquier escritor.
Hay una respuesta casi banal al enigma: sepultado el escriba, queda tras de sí
lo escrito; la grafía, el testimonio, la sombra. Pero la permanencia de
Elizondo tras la imagen del nitrato de plata tiene un carácter menos metafórico
y más metafísico: como si fuera su muerte tan sólo un ritual, un artificio
fraguado para burlarse del mundo y del tiempo[7].
El Lazarillo de Tormes medieval o el Periquillo Sarniento de Lizardi,
pretendían la superposición reflexiva de “ayer” y de “hoy”. Empiezan con
discursos como “tengo por bien que cosas antes no señaladas, y por ventura,
nunca oídas ni vistas, lleguen a todo el mundo[8]”,
o “doy fe y razón de patria, padres y demás ocurrencias de mi infancia[9]”.
La novela de Elizondo no exalta más discurso que la sucesión de los hechos: la
huida nocturna, el primer amor, el rumor de un asesinato y el otoño en los
Estados Unidos. No hay exaltación y el único asomo de nostalgia (y de olvido),
está al inicio y al final de la novela: “no hay evocación del pasado ni de su
grandeza, ni un retorno significativo, sino sólo el afán de referir una
historia que sólo halla sentido mediante la escritura[10]”.
Como su nombre lo indica es sólo un
cuaderno; un ejercicio escritural donde se invita al pasado para que no se
marche. Y esto, hablando con conocimiento de causa, se puede ver al superponer Elsinore con tres textos más de
Elizondo: Autobiografía precoz —que no he leído aún, pero que se recoge en el ejemplar Mar de iguanas (2010)—,
el ensayito Invocación y evocación de la infancia, y el cuento Ein Heldenleben. Invocación y evocación de la infancia no me dejará mentir. Para
Elizondo, la niñez inocente y más temprana está en Corazón, diario de un niño, de Edmundo de Amicís, y en la novela Cero en conducta, de Jean Vigo; no
obstante, los dos arquetipos de la niñez que acaba, de la pre-adolescencia, son
Proust y Joyce, dos complementarios y a la vez, opuestos:
¡Qué
fácil sería la vida si en el proferimiento de esos dos nombres, que en cierto
modo abarcan los límites extremos de nuestra literatura, pudiéramos encontrar
la clave mediante la cual descifrar ese lenguaje y ese mundo de misterios, que
es la infancia! (…)¡Proust versus Joyce!”, porque esos nombres, que a
primera vista sugerían posibilidades de exégesis excelentes, de hecho
representaban una antítesis; las que parecía ser líneas paralelas en la
historia de la literatura no significaban sino un match de boxeo, del
espíritu.[11]”.
De Proust,
Elizondo toma la remembranza, el estilo circular; ahondar en temas recurrentes.
Lo que para Proust eran, la madalena, el amor edípico y la casa francesa, en Elsinore son, el amigo, la maestra y la
escuela (o la noche fuera de ella). De la novela de Joyce, Elizondo lo roba
casi todo: el entorno represor es, para Dedalus, la educación religiosa y
jesuita, y para Sal, la milicia. Ambos personajes incurren en el deseo sexual;
uno, con una chica en la playa, el otro, con Mrs. Simpson. En ambos casos se
trata de jóvenes desconocidos e introvertidos. Pero de Joyce, Elizondo no sólo
toma contenido, sino también forma. Es
una novelita polifónica, exigente, bilingüe. Como El retrato del artista adolescente, no se trata de una diégesis que
se rompa en conversaciones dialógicas ni en descripciones, sino de un “todo
junto”; un “de corrido” donde conviven las voces, los sonidos, las topografías
y las descripciones.
Elsinore
y el cuento Ein Heldenleben son
dos caras de una misma moneda. En la novela, Salvador es un niño perdido en los
Estados Unidos, oprimido y rebelde, que a escondidas goza de las mieles del
capitalismo: sus vicios, sus mujeres y sus lugares. En el cuento, Salvador es
“el niño educado en la Alemania nazi que, según cuentan, saludaba de taconazo y
de mano en alto, (…) personaje mítico que surge en múltiples conversaciones[12]”.
Dos niños de formación opuesta, la del norte y la del este, que coinciden en su
mutismo ante la rabia de las circunstancias: el castigo del Coronel o el
asesinato del Yuca, en un caso, y la golpiza del ruso Sergio Kirof, en el otro.
Dice Martínez Losada, sobre el cuento:
El
título de “Ein Heldenleben” es, a la vez, irónico e intertextual. Irónico, si
sólo consideramos su traducción literal, “Una vida de héroe”. ¿Quién es el
héroe en este relato? ¿El Ruso, que soporta de manera estoica (o impotente) los
golpes, la humillación y la probable expulsión? ¿El profesor Krüger, tenaz en
su lealtad al Fuhrer que, junto con Lázaro Cárdenas, lo mira desde su retrato
fijo en la pared del aula? ¿El narrador, que mira impasible como si todo lo
registrara una cámara cinematográfica? Ninguna de las tres opciones convincente
a menos de que renunciemos de tomar el término héroe en su sentido más clásico: la única mención de lo heroico se
mantiene en el epíteto de la Cabalgata de
las valquirias que tocan los altoparlantes al momento de la golpiza[13].
Y señala, sobre la novela:
En Elsinore la manipulación del recuerdo se
asoma, primero, de manera sutil, justo mediante la insistencia en el olvido. Al
principio, mediante un “se vislumbra, y no sé si recuerdo bien, un tramo del
Golden Gate”, pero más tarde todo es un tiempo intermedio entre olvido y
pasado, entre pasado y presente, donde la ignorancia permite la fusión con los
tiempos del sueño: “No recuerdo su nombre [el de la maestra de mecanografía],
porque a mí todavía no me tocaba typing”[14].
Territorio
intermedio entre niñez y adolescencia, entre el acordarse y el soñar, Elsinore es la cotidianeidad y aparente
intrascendencia, que toma como pretexto la memoria para exponer la anécdota. Es
el debate sobre la función de la escritura, cuando la representación deja de
ser posible: “un sueño agotado, igual que la memoria, la escritura, la
inspiración, la tinta y el cuaderno[15]”.
[1] Lizardo, Gonzalo. Elizondo: la muerte de un gnóstico. Aparecida
en la edición de Letras Libres de agosto de 2006.
[2] Cit. en
Elizondo, S. (2006) Elsinore: un
cuaderno. SEP-Cámara Nacional de Libreros. México. P. 23.
[7]
Lizardo, Gonzalo. Op. Cit.
[8] Lazarillo de Tormes (1979) Ed. Cátedra.
Madrid. P. 91.
[11]
Elizondo, S. Invocación y evocación de la
infancia. En: http://www.loscuentos.net/forum/4/11891/
[12]
García Galiano, J. Op. Cit. P. 14.
[13]
Martínez Lozada, P. “Confesiones de otra máscara”. En Cámara nocturna: Ensayos sobre Salvador Elizondo. Tierra Adentro.
México. P. 23.
[15]
Elizondo. Op. Cit. P. 116.