Hay que coser estas nubes
a la cordillera en deriva
y parchar los visillos
deshechos de la mirada
al hambre pelada de los paisajes
a sus iris transparentes
a su vieja piedad por nuestro nombre.
Hay que coser un hálito a
la voz
una sed a la saliva
y un punto ciego tras los
párpados.
Hay que coserle al viento
un canto de botánicas
amotinadas
y al cuello un suspenso
de diarias serpentinas.
Tal vez así las cosas
sepan irse solas
o por lo menos encontrarnos
en su deriva.
*
Todo lo que ocurre por ir
a comprar el pan,
o un foco, o un peine, o
una astilla
apenas cabe en el bolsillo:
De pronto, de estar uno
adentro,
está ahora afuera, a pie
cae
entero por la calle,
como un pañuelo derramado
a la hora en que nadie
recoge nada:
ni aquel perro amarillo
que dormita
ni el hortelano insomne se
preocupan
por la temblorosa suerte
de quien va a comprar una
vela,
un foco, un bolsillo, un
fósforo.
La calle, a esa hora
intermedia,
tiene el ruido de otra
calle
por la que nadie, invitado,
pasa.
Sin embargo es la misma
pasión
oculta que no se sabe si
busca un peine,
una tienda o un pañuelo
la que dirige el
aventurarse en la distancia
de la hormiga
que tal vez pisaste
mientras solo ibas a
comprar
algo
a la tienda.
A una comensal
A A une passante
Ensordecedores, alrededor
mío, gritaban parroquianos.
Alta, delgada, de negro
ceñida, recatado paso,
una mujer llegó, de
sandalia muy desnuda,
elevando, equilibrando el
talón, la pantorrilla;
Dubitativa y común, con su
pierna de estatua.
Yo almorzaba, extravagante
como ante un arroz.
En su mirada, cielo tímido
en que afloraba el divorcio,
La dulzura que se agota,
el placer que desespera.
Un camarero… ¡luego el
menú! Fugitiva vecina
cuya mirada pronto me
declaró otro apetito,
¿volveré a verte en otra
parte?
¡En mi cuarto, tan cerca
de aquí! Mañana, tal vez,
¡aunque ignoro lo que
comes, tú no sabes lo que bebo!
¡Oh tú que podría devorar,
oh tú que acaricias el mantel!
Proa de Vanuatu
Ese día parecido a un día
me dijiste,
sin mirar mucho al lago en
el invierno
casi hiriendo el brazo que tomabas
¿ves aquella esquina
partiendo allá?
Dije tal vez la veo, este
día de diciembre
Tal vez se agolpa su
refugiada inundación
-no sueltes este abismo
es tuyo, cantó tu voz:
anoche no he dormido
hasta saberlo no te rindas:
al llegar a aquella esquina
irás por algún lado
yo por otro y
nunca, nunca
-te amo tanto- ya toques
mi ventana
me llames, escribas una
carta:
déjame la alegría del dolor
incólume al caer mirar el
cielo
-tuyo
el parque parco
de lentas ramas secas y Un
lago Un lago
hacia las cinco del
invierno
de ese día
del que dura su quejido y
su remanso
e interpela el resto de
los días –estos-
y no sé cómo los sostiene
si al caminar dabas
los pasos sin pasar, este
brazo sostenías
el ansia y el ayuno de
llegar
a la inmutable esquina
a la hora de partir
y nunca, repetiste,
nunca inflijas ya –de
espera no me aflijas-
la vuelta del puñal
tu nombre ya lo tengo
la guerra ha de bastarme
Agua náufraga tu voz
incolora el hambre de tus
ojos
pisamos entonces el presente abierto
de esta ciudad esta memoria
hasta el puente de otro
puente, el río
las
luces de la isla
et la Seine coulait sans nous
vers
Te fuiste
Ya sin desembocadura,
Lejos circulando por mi
sangre
Puro oro del olvido
A veces digo tu nombre
y al beber en la noche
la noche de tu mano
al irte
Quedas
Muda memoria del olvido
Ese camino, esos
doblegados pastizales, ese viento en la mirada, ese entonces. El calor y casi
nada más –entonces. Pero vuelven otra vez el camino, el calor y los pastizales.
Cierro los ojos, los abro a la tierra desierta, el pastizal del viento.
Soy ese mismo camino, ese
mismo pasto, este mismo frío.
La ventana, el pájaro en
la rama y la lluvia que viene y se detiene. El viento mira el viento, la bube
que vuelve y el cuerpo que calla. Las hojas cantan las ramas y el día recuerda
la noche. Yo mismo la noche, yo mismo la briza, el canto anudado al canto.
La ciudad sus aceras
grises y el sol quieto, la nube derramada. Hay una callejuela tras la estación,
un almácigo de durmientes y olvido mi nombre, caigo en el canto de la acera.
Oscuridad de ciegos días ferroviarios rendidos por la sed y las murallas.
Vuelve por mí la ciudad de
ojos arrancados, andan por mí las aceras grises y escucho el pastizal que ulula.
Soy la estación, la
callejuela, la hora que no llega.
Han caído las gotas sobre
las gotas, sobre las hojas, sobre mi frente. Luego la nube se ha disuelto en
nube, en mano de esta piedra calzada de mi hálito, esta pérdida encontrada. La
murmuración de las hojas, de mi frente debajo del rocío, son mudo barro, mi
viaje para siempre a los más próximo.
La bodega es muy oscura,
la madera vieja en vano. Parado en el mostrador, doy la espalada a la calle
oscura, a la lluvia vieja. Y una voz de errancia grita sus bisontes en mi pecho.
Vuelven la bodega, el
vaso, el anverso de la calle. Estoy detrás de mí. Soy un parque tras la puerta,
el brillo de la memoria de lo oscuro.
La muerte no sabe nada.
Recoge y pasa, se queda para siempre. Por la ventana abierta entra la lluvia y
duerme en el jardín el rostro mudo de los mudo. Entre las plantas que lo saben
todo, entre el barro que no necesita saber nada.
Me paro en la ventana, la
lluvia golpea los cristales y doy un paso. El jardín entra dentro mío, el barro
abre la cuaderna de mi frente.
La muerte pasa, abro mis ojos
y las sábanas del lecho son una ventana, esta ventana, esta mano que la abre al
escribir cuando mis venas son la lluvia y he llegado al alba.
Juan Cristóbal Mac Lean (Bolivia, 1958). Ha publicado tres libros de poemas Paran los clamores, 1997, Por el ojo de una espina, 2005, Tras el cristal 2012, tres de ensayos/prosas Transectos, 2001, Fe de errancias 2008 y Cuaderno, 2015 Tradujo algunos libros del francés y del inglés. Se dedica a la pintura, al garabato.