Por Nadia Bernal
Taxidermia es el arte de disecar animales para conservarlos con apariencia de vivos. Taxidermia de Ingrid Valencia, un poemario en prosa, pretende disecar la condición humana en un cúmulo de significados en donde se interpone el miedo y las náuseas de saberte viva.
Taxidermia nos ofrece una poética con un discurso inefable en dónde animales disecados, el polvo, los insectos y la lengua nos llevan en un viaje a través de un tiempo indefinido. Taxidermia me coloca en lo que podría ser un museo, una casa en la que viví hace años -y ahora desconozco- o mi propio intranerso. Me instala en la angustia de no saber cuándo voy a partir o cuándo voy a descubrir lo que hay detrás de ese cristal; de no saber quién es aquella criatura. De permanecer quieta, en una incertidumbre que rompe aquella “pecera de peces muertos”. Entonces la angustia no se va, permanece, como un animal disecado: me observa, y mi piel también se paraliza. Entonces Ingrid Valencia escribe:
ojos miran hacia la misma dirección, sus párpados
tiemblan como los míos, sé que descansa, sus brazos
se apoyan en el marco de la ventana. Me aproximo a su
cuerpo aunque no lo advierta. Estoy cerca, presiento la
brisa húmeda y los cortes de su respiración”
Taxidermia es una voz que disecciona los sentimientos; un laboratorio en donde el polvo queda superfluo y el cuerpo se llena de terror mediante seis panópticas que dividen el poemario. Aquella panóptica -de los griegos- que todo lo ve. Cada panóptica que constituye una arquitectura de insectos y texturas, de muros y cenizas, de pieles disecadas:
“Lo recostaré junto a mí, abriré su piel e
inhalaré poco a poco los cortes de su respiración,
registraré el aroma de lo inacabado.
Lo expandiré y construiré el templo.”
inhalaré poco a poco los cortes de su respiración,
registraré el aroma de lo inacabado.
Lo expandiré y construiré el templo.”
El lenguaje que nos muestra la autora también recupera la extrañeza de la naturaleza y de su relación con el hombre y la mujer, lo monstruoso y lo ajeno; la nostalgia de ver una pradera en la lejanía, de asomarse a un lugar conocido del que se quiere partir, pero al mismo tiempo no se puede dejar, porque en ese lugar está oscuro y se aloja en ti. En esa casa te detiene la inercia:
“Tengo un muro, llevo la piel internada bajo gruesas
capas de pintura, mis ojos se detienen en lo mínimo
para cerrarse y volver a un laberinto repleto de sombras
nostálgicas.
Sé que el esfuerzo de traer la vida es inútil, sólo
despierto para prolongar la humedad y recordar los
bocetos”
A través de este poemario he visto reflejada mi vulnerabilidad. Mi cuerpo se transforma y se resiste a esa transformación para mantenerme viva, pero sin movimiento. Sólo así se lleva cabo esa taxidermia. Es un desequilibrio. Una voz que se pronuncia en la parte más remota de un lugar cotidiano, un lugar gótico instalado en cualquier parte: desde una jaula hasta un escritorio. En la ciudad, en un museo, en un piano, en la música.
Todo es un recorrido que conduce a la transformación del cuerpo:
“Su cuerpo está desnudo, le quité la ropa y ahora la uso,
hace días que su olor desapareció.
Poseo la tela como una caricia anterior. Aún en la
quietud uno puede conciliar lo veloz con la inminente
huida de lo que muere”
hace días que su olor desapareció.
Poseo la tela como una caricia anterior. Aún en la
quietud uno puede conciliar lo veloz con la inminente
huida de lo que muere”