Por Verónica González Arredondo
Entre dos silencios o dos muertes, la prodigiosa y
fugaz velocidad,
revestida de varias formas que van de la inocente
ebriedad
a las
perversiones sexuales y aun al crimen.
Alejandra Pizarnik
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“La sangre
divina mana antaño del cielo, / crea el báquico néctar de uvas y cómo en lo
alto / crece sin que lo cuiden, solo, el fruto del vino” Dionisíacas XII. En el culto a Dionisios dos elementos son
imprescindibles: la máscara (una manifestación del dios) y la cabra, su
representante y víctima[4].
Celebrado como un drama, el ritual dionisíaco se llevaba a cabo cada dos años
en Creta. Entre los cazadores, Zegreo, el más grande de ellos, se caracterizaba
por atrapar vivos a los animales; eran desgarrados vivos y su carne era comida
cruda por los participantes del culto. Como una analogía de la sangre, el vino
es sobre la tierra una gota de sangre de los dioses; del brebaje extraído del
racimo, se privilegia la violencia humana: la sangre de la tierra. En el vino
se mezclan vida y muerte; una droga por la cual el ser humano sobrepasa sus
límites o gira hacia la brutalidad, descubre el éxtasis o se hunde en la
bestialidad[5]. De
un vaso lleno de vino puede devenir una muerte súbita, la inspiración, el Buen
Genio, profetizar, volverse Bakis. El
vino tiene el color de la sangre humana y cuando se mezclan en un rito,
simbolizan un pacto. Es signo del poder el vino puro; ocurre una metamorfosis
en el que lo bebe: trance, éxtasis, grito, delirio y baile. Dionisio lleva en
las manos “los miembros palpitantes de una mujer descuartizada bajo la mirada
de un dios terrible que hace reventar su cuerpo al azar”[6].
El desenfreno y el derroche sexual culminan en una fiesta
orgiástica en donde
el hervidero de sangre y el vino que no deja de manar confluyen en un una
liberación de la energía, la potencia vital en una violencia de palpitaciones y
éxtasis. Rememoraciones de vida agresiva y asesina, era la fiesta una
representación de un rito sagrado. Mircea Eliade en Lo sagrado y lo profano[7],
afirma que la primera aparición del Tiempo sagrado, ab origine, tiempo mítico hecho presente se encuentra en la fiesta. Tiempo sagrado fundado por los dioses:
circular, reversible, recuperable “eterno presente mítico” que se reintegra a
partir del rito. Es la regeneración por retorno al tiempo original, la repetición
anual de la cosmogonía, ritualizando el fin del mundo en su creación. La fiesta
es la reactualización del mito al origen “instante prodigioso en que una
realidad ha sido creada”[8].
Como en un Teatro de la crueldad, se lleva a cabo la
ceremonia del sacrificio en el reino
subterráneo, la sala de torturas del castillo de Csejthe tiene una sola espectadora silenciosa, Erzébet
Báthory. Un rito o la fiesta del sacrificio están a punto de ser consumados. En
su trono, sentada, la Condesa mira cómo torturan Darvulia y Dorkó, sus viejas y horribles sirvientas y oye
gritar a las supliciadas. Darvulia como la
hechicera del bosque, creía en el poder reconstituido de la sangre, así
Erzébet tomaba baños de este fluido humano, preferentemente de mujeres vírgenes
para preservar su belleza, para detener la veta del paso del tiempo en su
rostro,
La ceremonia de la jaula se despliega así:
La sirvienta Dorkó arrastra polos cabellos a una joven desnuda; la
encierra en la jaula; alza la jaula. Aparece la dama de estas ruinas, la
«sonámbula vestida de blanco». Lenta y silenciosa se sienta en un escabel
situado debajo de la jaula.
Rojo atizador en mano, Dorkó azuza a la prisionera quien, al retroceder
–y he aquí la gracia de la jaula–, se clava por sí misma los filosos aceros
mientras su sangre mana sobre la mujer pálida que la recibe impasible con los
ojos puestos en ningún lado. Cuando se repone de su trance se aleja lentamente.
Ha habido dos metamorfosis: su vestido blanco ahora es rojo y donde hubo una
muchacha hay un cadáver.[9]
Fiesta o sacrificio, cuya atmósfera es equivalente,
se resumen en una exaltación de los sentidos, desencadenamiento colectivo en
gritos, gestos que surgen del principio fundamental, la esencia: el exceso[10].
Concluye la celebración en un frenetismo orgiástico, “un libertinaje nocturno
de ruido y movimiento que los instrumentos […] transforman en ritmo y danza” [11].
La agitación aumenta en la medida en que transcurre el tiempo (animal),
cualquier tipo de manifestación aumentan el grito y la exaltación de aquella «espectadora
silenciosa»; la violencia nace
espontáneamente[12],
durante las crisis eróticas de la Condesa,
…escapaban de sus labios palabras procaces
destinadas a las supliciadas. Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus
formas expresivas mientras recorría, enardecida, el tenebroso recinto […] la hermosa
alucinada riendo desde su maldito éxtasis provocado por el sufrimiento ajeno.
…sus últimas palabras, antes de deslizarse en el desfallecimiento
concluyente, eran: «¡Más, todavía
más, más fuerte!» [13]

… en la sala de torturas, Dorkó se aplicaba a cortar venas y arterias;
la sangre era recogida en vasijas y, cuando
las dadoras estaban ya exangües, Dorkó vertía el rojo y tibio líquido
sobre el cuerpo de la condesa que esperaba tan tranquila, tan blanca, tan
erguida, tan silenciosa.[20]
En el siglo XVI ser melancólica implicaba una
relación con el demonio, estar poseída[21].
Se negaba a morir y esto era envejecer. De ahí los lazos con la magia negra a
través de los baños de sangre, amuletos, ensalmos y hierbas mágicas que servían
para mantener la lozanía de la Condesa, comme
un rêve de pierre. René Girard[22]
señala una ambivalencia en el sacrificio, si bien se trata de un crimen matar a
la víctima porque es sagrada, no lo sería si no fuera sacrificada. La violencia
no distingue a la víctima es el logos el que escoge a las doncellas, sean
vírgenes o esbeltas o de tez clara o de sangre azul. Siempre la violencia (o la
Condesa) va a buscar otra víctima que satisfaga el goce de infringir el dolor
en el otro, aquí la profanación de lo sagrado,
Se escogían varias
muchachas altas, bellas y resistentes –su edad oscilaba entre los 12 y los 18
años– y se las arrastraba a la sala de torturas en
donde esperaba, vestida de blanco en su trono, la condesa. Una vez maniatadas,
las sirvientas flagelaban hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las
muchachas se transformaban en llagas
tumefactas; les aplicaban atizadores enrojecidos al fuego; les cortaban los
dedos con tijeras o cizallas; les punzaban las llagas; les practicaban
incisiones con navajas (si la condesa se fatigaba de oír los gritos les cosían
la boca […]) También los muro del techo se teñían de rojo.[23]
Todo
parece indicar que los primeros hombres se encontraban más cerca del animal, de
lo sagrado y hay en ese alejamiento una mezcla de terror y nostalgia. En el
mundo animal, ellos no se comen a sí mismos porque están en el mundo como agua dentro del agua[24].
El animal no es capaz de mirarse a sí y reconocerse; el hombre por medio de la
inteligencia sí y de esta manera otorga el sentido a los objetos del mundo. Es
subordinado al hombre, –tal vez, principalmente por no tener capacidad para
producir el lenguaje–, es concebido como un objeto ya sea muerto o domesticado,
mas el animal no participa en lo que come;
es transformado en una cosa a la que se le mata, descuartiza, cuece. La muerte
es afirmación de vida, revela su fulgor
invisible. Tanto animal como hombre somos cuerpos y nuestra muerte es
reducida al estado de cosa, el cadáver es
la más perfecta afirmación del espíritu[25].
El
hombre ha perdido esa animalidad que lo acercaba a lo sagrado, a la
comunicación-comunión de le naturaleza con el mundo, es a través de la
animalidad que se devela lo íntimo:
violencia y destrucción. Es el sujeto quien transpone la idea de “utilidad” al
objeto, con vistas a un fin. Hay una
inversión en ello: el sometimiento de la naturaleza al hombre es una
transformación del mismo, negación de sí, del ser. Al destruir los lazos de
subordinación con el objeto al sacerdote (verdugo o Condesa), identificándose
con la víctima en un movimiento súbito, tembloroso, se le revelará el mundo que
le es inmanente, íntimo, intimidad del
mundo divino, de la inmanencia, de todo lo que es[26]. Aquí la profanación del carácter sagrado del
sacrificio de las doncellas, su concepción como objetos subordinados al sujeto
(la Condesa), con la finalidad de obtener su sangre –en un principio fue sangre
plebeya y luego la busca de sangre azul de las muchachas nobles, para mayores
efectos de preservación de la lozanía; Erzébet Báthory tenía miedo de morir y
sólo a través de la fiesta o el sacrificio, le era posible volver a ese sueño
animal, a la violencia interior insaciable de aquella sustancia vital.
Principios de moralidad y razón condenan tales comportamientos y el mundo
profano en el que vivimos se caracteriza por la utilidad, inmersa en la idea
del tiempo. Hay una búsqueda por una continuidad: animales, plantas y otros
hombres están determinados por el sujeto, fabricación y técnica; en la
modernidad no hay cabida para un tiempo suspendido, instantáneo y efímero, lo
sagrado,
Dorkó se limitaba a desnudar a las culpables que
continuaban trabajando […] su desnudez las ingresaba en una suerte de tiempo animal[27]
realzado por la presencia «humana» de la condesa perfectamente vestida que las
contemplaba. Esta escena me llevó a pensar en la Muerte […] la protagonista de
la Danza de la Muerte. Desnudar es propio de la Muerte.[28]
Una epifanía dramática del tiempo es la Luna,
íntimamente vinculada con la muerte y la femineidad, mas con el temor a la
mujer nocturna. Los ciclos lunares marcan el “ritmo” de la siembra, la
cosecha, la fertilidad y el ciclo
menstrual y ello, la idea del vínculo de la mujer con las fuerzas cósmicas a
través de la brujería. En el folklore europeo la Luna roja es antropófaga,
encubre las fauces que aspiran la sangre vertida en la tierra; es el principio
del mal, el augurio, la peste. Cabellera, agua, femineidad, sangre (menstrual)
va ligada a las epifanías de la muerte lunar, símbolo perfecto del agua negra,
son éstos símbolos de lo nefasto[29].
Gilbert Durand posiciona a la sangre
en el Régimen Nocturno de la imagen,
en la caída que va ligada con el aspecto moral, caída en la “tentación”,
“profanación” de la sexualidad e “impureza”. Es la dueña de vida y muerte;
signo del tiempo lunar/ciclo/femineidad[30].
La antítesis de la Ascensión: fauces,
abismo, sol negro, tumba, cloaca, laberinto; sangre, fuego, erotismo y ceniza
se relacionan con la purificación. Agua es símbolo de muerte y renacimiento;
las formas se desintegran y se anulan, se lavan los pecados, agua purificadora
y regeneradora[31]. En La Biblia, el vino, la sangre y el agua
guardan una correlación mística,
Este es el que vino por el agua y por la sangre:
Jesucristo; no
solamente en el agua, sino en el agua y en la sangre. Y
el Espíritu es el que
da testimonio, porque el Espíritu es la Verdad.
Pues tres son los que dan testimonio:
el Espíritu, el agua
y la sangre, y los tres convienen en lo mismo.[32]
[…] La copa de
bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el
pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo
de Cristo?
Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo
somos,
pues todos
participamos de un solo pan. [33]
El brebaje sagrado es vertido en una copa, en
El Santo Grial es
Cáliz cristiano, la comunión es el símbolo de la encarnación del cuerpo de
Cristo en hombre. Los convidados a la ceremonia, rito o sacrificio deben
comulgar: comer o beber como una afirmación de que el orden del tiempo ha sido
restituido. En la mitología vegetal la vid simboliza el ciclo del tiempo, la
regeneración; el vino es símbolo de la vida oculta[34].
La función de la máscara en el rito es la identificación del actor con el
antepasado: mitad hombre, mitad animal; –la Condesa, mitad loba y el rostro de
sus sirvientas como extraído de un cuadro de Goya[35]–;
los ornamentos que portan son signo de su metamorfosis. Así se les permite
matar, comer del animal o la planta en un carácter místico. Se realiza la
comunión en la que los participantes absorben el nuevo influjo vigoroso[36] (a través de los baños de sangre); el
orden queda de nuevo, restituido.
Después del derramamiento del
líquido vital, elemento purificador y reconstructivo, deviene en silencio.
Posterior al sacrificio y frenesí reina un adormecimiento a la pérdida de
energía vital, desgastaste muscular, la violencia que animaba al ser se
detiene. Resulta imposible vivir en un consecutivo estertor como una danza
epiléptica. En el sacrificio la víctima muere y a los asistentes que en él participan se les revela lo sagrado, “hay,
como consecuencia de la muerte violenta, una ruptura de la discontinuidad de un ser; lo que subsiste y
que, en el silencio que cae, experimentan los espíritus ansiosos, es la continuidad
del ser, a la cual se devuelve a la víctima”[37]. El momento del profundo
silencio es el momento de la muerte. En la convulsión de la carne, se exige
silencio, del espíritu ausente. El impulso carnal propicia el abandono del ser
a ese impulso que ya no es humano sino de una violencia animal desencadenada[38],
cuyos movimientos y estertores nos subliman al silencio, a la conciencia de la intimidad: se abre al despertar silencioso. Gritos, jadeos e imprecaciones, forman una «sustancia silenciosa».[39]
La experiencia del erotismo conlleva un silencio. La violencia es ya un
silencio.
[1]
Alejandra Pizarnik, Prosa Completa, La Condesa Sangrienta (2ª
ed.) España: Lumen, Palabra en el Tiempo 317, 2001. pp. 282-296.
[2] Valentín Penrose. La condesa sangrienta [1962]. Trads. de M. ª Teresa Gallego y M. ª
Isabel Reverte. (5ª ed.) España: Siruela, 2006.
[4] Las Bacantes son la jauría con que caza el dios, la
víctima sacrificada representa un dios sufriente y despedazado. v. Karen Kerenyi, Dionisios,
La raíz de la vida indestructible. Ed. Herder.
[5] Marciel
Detienne. Dionisio a cielo abierto,
“Inventar el vino y advenimientos lejanos”. España: Gedisa, 1986.
[7]
Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano
(1956). Trad. Luis Gil (4ta. ed.).
Ed. Guadarrama, Punto omega: 1981.
[8] v. Mircea Eliade, Op. cit., pp. 50.
[10] v. Roger Callois en El hombre y lo sagrado: IV La
transgresión sagrada: teoría de la fiesta, V. Lo sagrado, condición de la vida
y puerta de la muerte (1939). (3ra ed.) México: FCE, 2006. pp. 101-148.
[11] v. Roger Callois, Op. cit. pp. 102.
[13] v. Alejandra Pizarnik. Op. cit. pp. 286-287.
[18] Roger Callois, Op. cit.
[30] Ibíd. Durand observa
la simbología animal como un conjunto de clasificaciones de
isomorfismo –isotopías que se remiten
a los arquetipos culturales y morfemas, de la palabra al lenguaje: la construcción
de mundos posibles. Isomorfismo:
animalidad (la idea de las fauces devoradoras, la caída [carnal, visceral], el
horror del laberinto, el agua negra y la sangre.
[34] Gilbert Durand, Op. cit.
[36] Roger Callois, Op. cit.
[37] Georges
Bataille, El erotismo [1957]. Trad. de Antoni Vivens y Marie Pauln. México: Tusquets, 2005. pp. 61.
[38] Derivada de esta afirmación de Bataille, una
pregunta como llaga queda abierta: ¿Es la violencia parte de nuestra naturaleza
animal o sólo producto del logos?
[39] v. Alejandra Pizarnik. Op. cit., pp. 282.