Tratado del poeta hecatónquiro o por qué no se deben
escribir poemas a la orilla de las servilletas
El diecisiete de
agosto del primer cuarto de siglo
del tercer milenio;
que ya había empezado a marchar
sin que alguien
hubiese tenido la precaución de tender
los pergaminos al
sol para que diera comienzo la historia;
que si bien, nadie
estaba seguro si se debía continuar la cuenta
de atrás hacia
adelante o de adelante hacia atrás,
un pájaro se posó a
la orilla de la ventana.
I
Un pájaro,
sin más preocupación que la de volar
de tanto en tanto, de
cornisa en cornisa, de
fuente en fuente,
tomó la decisión de posarse a la orilla de una ventana
[que a ciencia cierta tendría la función de no permitir
que la lluvia, el
viento y/o los pájaros
entraran en aquel recinto]
donde los poetas se encargaban de discutir
que era o no era ser poeta o no poeta,
o poeta positivo / positivista o negativista / todas las
anteriores;
lo que ya no importaba porque el pájaro,
[cuya existencia estaba negada en aquel sitio]
ya se encontraba ahí y prestaba más atención que yo.
II
Un pájaro,
cuyo único parlamento era un conducto de nardos y dientes
de león
que aprovecharon el despiste del mundo
y su gravidez
para escaparse
y formar con el viento
y las mareas
un lenguaje que no cabe ser nombrado sino comprendido,
y cuya federación se constituye
por la aglomeración de partículas de hidrógeno, oxígeno y
la vibración estratosférica,
se posó en la sala transgrediendo su naturaleza
y con el peligro de ser nombrado para perder así su
nombre.
III
Fue así que un pájaro,
sin más preocupación que la de volar de tanto en tanto
se convirtió
[al traspasar las barreras ontológicas de lo que
significa ser una ventana]
en no un pájaro,
sino en un poema
que si bien no es un poema
fue escrito a la orilla de una servilleta
mientras los poetas discutían
sobre si la poesía debía escribirse en hoja de laurel o
de lirio;
sin embargo, si se hubiesen cuestionado no sobre el
pájaro
sino sobre el poema en la servilleta
habrían asentido con la seguridad
de que un poema
es más poema
si es escrito a la orilla de una servilleta.
IV
Y fue por eso que el pájaro,
que siempre se había valido no sólo del color de sus
plumas
sino de la facultad que ellas le otorgaban,
se alejó cabizbajo.
Pues él,
que nunca estuvo seguro si en su vuelo,
en su breve andar o en su manera de meditar
en medio del caos de la ciudad,
era poesía,
siempre tuvo la seguridad de ser un pájaro.
El eco
Dicen que el eco es la repetición de un sonido que es
reflejado por un cuerpo duro, que es un fenómeno acústico, puras vibraciones
sonoras. Yo pienso que no es así. Lo sé, porque cuando salgo por la mañana de
casa, en ocasiones tengo miedo de no saber volver, de perderme en un camino
que, siempre incierto, se muestra tornadizo y variable. Temo tomar un camino
equivocado y que al volver la cara el paisaje se haya transformado en
laberintos retóricos. No me extrañaría que mis palabras tuvieran miedo y
regresaran para preguntarme si lo que he dicho es correcto o si acaso quiero
elegir otra palabra para decir lo que pienso. Entonces yo les digo que no, que
sus primos se parecen pero que sólo hay una palabra para cada cosa. Entonces,
ellas, alegan que de haber nacido alemanas o japonesas o chinas las cosas no
serían de esa manera.
[Todo un lío]
De cualquier manera no pienso que el eco sea un fenómeno
físico, como presumen tanto. Yo creo que el eco es tan sólo el miedo de no
saber volver a casa.
Confusas confusiones
En el verano de 1212 bajo la cruz de bronce y
con un hilo pendiendo del cuello, Jean Delacroix desembarcó sobre las áridas
tierras del sur de Europa para levantar un campamento de entre sus muertos
mientras los caballos de Cartagena relinchaban nerviosos ante un mar que nunca
se terminaría de abrir.
Repito
En
el verano de 1212 un regimiento conformado por niños y algún general tuerto
(por derramar más lágrimas del ojo izquierdo que del derecho del cual debió
haber derramado sino más, por lo menos las mismas) afilaba las uñas de sus
manos como quien afila una espada antes de la batalla, mientras en las áridas
tierras de oriente una guerra era librada más bien dentro de la cabeza de
Europa.
Repito
Durante
el verano de 1212, con la piel cubierta de malla, de cota, de escamas y un
caracol de mar pendiendo del cuello el general de las fuerzas invasoras (mejor
dicho, liberadoras de oriente medio ordenó) mejor dicho, rogó a 20,000 niños
que, con sus manos suaves incapaces de sostener una espada, oraran frente a un mar
que nunca terminó de abrirse.
Repito
Durante
el otoño de 1212, bajo la luna de metal templado y un verso perfectamente
medido entre sus labios, 20,000 niños sembraron en las arenas del sur de
Europa, también sur de Italia, un par de menudos fiambres-rodillas con la
esperanza que el verso de medida estructura, medida tesitura y mediano corte
partiera las aguas de un mar que nunca terminaría de abrirse.
Repito
Durante
el otoño de 1212, Jean Delacroix, dos veces tuerto, azotó su báculo, que más
bien fue una espada apostillada de tanto ganar batallas, que si bien no fueron
en el desierto se desenvolvieron con fe a los pies de algún rey que ordenó a
los niños de su feudo a que lucharan en una guerra que nadie estaba seguro
quién había comenzado, pero que todos tenían la intención de terminar de una
vez por todas.
Repito
Durante
el otoño de 1212, con los dedos llagados de tanto morder sus extremos a
expensas de una fría ventisca que nunca vino de oriente aquel Dios purificador,
expiativo y compasivo (que tan poco se parecía al mismo que tenía la capacidad
no sólo de abrir los mares sino de exterminar a todos los que se enfrentaran a
cualquiera de las vocales de su nombre) nunca exigió una guerra pues estaba tan
satisfecho que fue confundido con ese Dios purificador, expiativo y compasivo
que nunca se presentó.
Repito
Durante
el invierno de 1212, con más esperanza en los ojos que experiencia en las
manos, un regimiento conformado por niños pondría su corazón dentro de un
caracol de mar. Caracol que pendía del cuello de Jean Delacroix, que a su vez
pendía de la palabra de un Dios muy parecido a ese otro Dios que sí es Dios
pero que a su vez no era el mismo Dios que decían que era; y así, y así, en
forma de un caracol de mar donde los niños, postrados al suelo, y por ende al
cielo, depositaron toda la fuerza de su corazón.
Repito
Durante
el invierno de 1212, sobre el torso más liviano de Europa, se dibujaba un trayecto que siempre terminaba
en la costa.
Repito
Durante
el invierno de 1212 con las rodillas raspadas, pero ya no sé si a causa de
orar, y los dientes, aún bajo la almohada; la heredad tomó la forma de un arco
que sin flechas y sin la fuerza de un brazo experimentado nunca sería capaz de
cruzar el mar mediterráneo para ganar una batalla que para los reyes Europeos
ya se estaba librando (si por librar se refieren a libar y librar no es de
libra sino del sustantivo adjetivado liberar.)
Repito
Durante
el invierno de 1212, en la Europa oscura, un regimiento conformado por niños
con más ilusiones que alusiones se hincó a orillas del mar con la esperanza que
ese Dios todopoderoso se presentara en forma de báculo y abriera los mares y
así pudieran liberar la tierra santa, que si bien no es santa, tampoco quería
ser liberada. Y así, el pobre Jean Delacroix, quien se quedó tuerto por llorar
más del ojo izquierdo que del derecho, pudo cumplir su promesa y no tuvo que
verse en la penosa necesidad de vender a los niños a cambio de algunas monedas
de oro por cabeza y un jugoso marrano, el cual degustó alegremente en la
primavera de 1213.
Alejandro
Baca (Estado de México, 1990). Ensayista,
crítico y poeta. Editor en Cuadrivio
Ediciones. Forma parte del consejo editorial de la revista Ritmo de UNAM y
del consejo editorial de Proyecto
Almendra de INFOCAB. Ha
publicado poesía y crítica literario en periódicos y revistas como Círculo
de poesía, Punto en línea, Periódico de poesía, Revista Ritmo, Suplemento
cultural Laberinto, El Avispero, Revista Moria, entre otras. Ha sido publicado en
las antologías de poesía nacionales e internacionales. Publicó el poemario “Apertura
del cielo” en editorial Naveluz.