ARTEMIO FERNÁNDEZ

En el Fin del Mundo

A este vuelo,
sobre este desierto,
nos asedia el ruido vegetal
el movimiento crepuscular de la roca;
en este edén incoloro de meteoros
las mujeres han dejado sus huellas
y la arena ha hallado lugar
en la rota clepsidra,
contrariando la voluntad del mundo
contrariando la elevada nostalgia de la estrella.

Las leyes para el decoro se han roto,
y sus fragmentos,
creando inútiles curvaturas,
punzaron la tierra.

Todo pasa:
el rostro humano,
la descendencia de los cuervos
el remolino y el agua en los montes;
todo cambia en el íntimo fuego que nos arde.

Nos iremos, también,
impunes de vivir,
cuando los caminos apunten hacia el fin del mundo
y la tormenta que diezma a la arena
nos guie hacia el coraje
y a todo vuelo en el espacio.



TamK´anWits

Anahí, con su hechizante cabellera,
estaba conmigo,
concebida por ciclones
y el aullido de beligerantes ríos,
frente a la muralla del Colegio las Rosas.
Estaba hecha de mirada pura
era toda mirada, de unos ojazos como pozas
que observaban el sigilo de una roca.

Abajo estaba la populosa Tancanhuitz
expulsando toda mansedumbre
toda voz antigua,
se llamaba a si misma;
estaba la olvidada lengua de los indígenas
buscándose, como agua al viento;
y del templo de San Miguel, frente a nosotros,
salían monótonas personas de luz
con sonrisas próximas a la elevación de las cúpulas
entre los árboles, igualando al misterio.

Anahí soltó su voz
le surgía jovial, condenada a permanecer.
Imaginé que le nacían alas
haciendo viento y noche a la vez,
elevando el polvo de las rocas,
licuándose al espacio.
Sospeché que ella nacía
de la imaginación de un dios antiguo,
que disolvía de golpe a sus hijos
en un fuego primordial
transfigurándola en un ídolo sacro.

Pero, queriendo el sigilo,
el monótono batir de las alas que le imaginé
no pudo silenciar la oración de los devotos,
y bajo los macizos árboles y el agua de nuestras voces
me dijo: “Nos seguiremos encontrando aquí”.

En la ruinosa Tancanhuitz que Anahí me mostró,
el vocerío vegetal y la mirada de nosotros los incrédulos
dispersaron la tarde
dando lugar a una esperanza
terriblemente clara y de ecos.
Nos seguiremos encontrando allá
diciendo palabras que nadie entiende,
hablando el idioma de las piedras.



Transfigurados

Una noche nos asediaba
terrible y rápida,
y las constelaciones brillaban,
causándonos.
Fumábamos tabaco mentolado
el crespo humo en nuestra piel nos aguijaba,
bajo los árboles rígidos
hablábamos con el filtro en los dedos.

En la Calzada, los camiones de basura
nos abrigaron con su ruido.

La nicotina no hacía el efecto del alcohol,
pero como una telaraña caída desde el cosmos
vimos las líneas del empedrado de la calle
que relucían añosas.
Tuvimos sueños, de niños brincando sin pisar las líneas
niños hechos de cloroformo
de sustancias para dormir,
sueños donde fuimos señores del crepúsculo
soberanos para jugar en las sombras
donde nuestra voz gobernaba
ardiente
y empavesada de arena y humo.

Pero pronto nos fuimos,
demasiado pronto Rocío se despedía
en su negro coche;
desde la ventanilla
tomada al volante
hacia la niebla que consume a los inmortales.

Y ahora la banca está dispuesta
para los que sueñan con la muerte
para el ser descalzo que habita llagas entre los dedos,
o para que duerma en él
el perro que no conoció el látigo
que quema el aire, buscando la carne abierta.


Noche abrasada

Hay un aire infecundo que cubre la tierra
un aire muerto por donde corre la angustia.
Asomándose entre los hombres
está la locura,
derrumbando el Paris de sus novelas,
haciendo que la sangre tome formas inconexas
desbordándole silencios núbiles.

Arde el universo.
Nos queda mascar el aire
la pulpa de nuestras bocas
donde se arrecian verbos
para encarnarse a la piel.
No me queda más que repetir promesas
palabras en orden cronológico,
y revestido de niño sucio
digo el conjuro que me sobra
para romper ídolos con voz de campanario.

Todo esto sucede

y el auténtico silencio me surge del calor,
amenazo con verterme a ti
con ponzoña o alcohol,
no sé si seremos una sola voz
o como la luz dentro de un incendio.



Desierto y agua
Va por ti Desantiago

Desde que te fuiste
sigo el mismo camino que te acompañé
vivo igual las madrugadas
las que lloramos
y que corrieron en nosotros
como relámpagos
como una lluvia
con filo de dardos
y espadas de obsidiana.

Recuerdo cuando cantabas,
¡una voz hermosísima!,
el resultado de una numeración de tragos.
Tu jarana rompía todo viento
instigando tifones, vendavales,
tormentas de arena,
tu fúrica risa laceraba el odio desértico.
Sin poder abarcar el sentido de tu vida
me tiré al drama:
dije que eras la mejor
que mi casa en la Huasteca era también tuya
que mi arroyo
que el infinito dolor de la espina de otate
y las huellas en el barro
te pertenecían también.

Y sin comprender la mudez de los astros
la inmovilidad absoluta de aquél destino,
nos vimos a los ojos
nos escuchamos en las vertiginosas noches de San Luis
donde se conocen los colectivos estridentes en los barrios
donde todo ambulante es un bohemio
un hijo de Wirikuta
un brujo embriagado del desierto
un cabrón Guachichil vociferando en Fundadores.

Tu y yo estuvimos hasta en las marismas de la Media Luna
cubiertos de noche y de la mano
cuando el Richi peleaba por su caguama,
para darle en la madre a los muertos
a los que yacían en el fondo,
con la carcajada de un vato alucinado.
Y bajo los altísimos árboles
dimos la marcha,
nosotros los viciosos
-los de siempre-,
nos tiramos en la húmeda madera
para ver la Vía Láctea
nosotros, los condenados a la tierra.

Todo lo recorrimos
hasta el Tangamanga
hasta la Calzada donde fumamos
hasta la Cañada
¡hasta nuestra pinche madre!
Y en todos esos lugares, de manera absoluta,

seguimos, guerreando, veraces como el recuerdo.



Artemio Fernández, (San Luis Potosí, 1986). Cursó parcialmente la carrera de Psicología en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Formó parte del grupo de escritores en el museo José Othón, taller dirigido por la maestra Ana Nuemann. Forma parte de la selección “Palabras libertas”, libro editado en la ciudad de San Luis Potosí.


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