JORGE MANRIQUE: UNA APROXIMACIÓN A LA POÉTICA DE LAS “COPLAS”




Por Ramsés Jabín Oviedo Pérez



I

Grande entre los grandes de la literatura, Jorge Manrique, fue un poeta que embate un dislate que a muchos abate: la muerte. Nació en 1440 probablemente en una provincia de Palencia, España. Él constituye uno de los referentes principales (junto con Marqués de Santillana) de la poesía lírica española del siglo XV. Por mucho, no es difícil ubicar su celebérrima persona gracias a una sola de sus obras: Coplas por la muerte de su padre (1476). Quien quisiere aproximarse a su lectura encontrará lo que ha percibido Luis Suñen en su estudio de Manrique: nada de enigmas mas sí tópicos. Por tanto, la labor hermenéutica que hay que poner de manifiesto no es una pesquisa filológica, una ofuscación teológica (como la que se necesita en Tirso de Molina), o, entretanto, una reclamación tanatológica (por lo del «duelo»). Vamos a hacer un comentario que nos aproxime a esa obra.
Todo el comentario nos ayudará a establecer lo que podemos consignar en filosofemas como la concepción de la muerte, el devenir humano, la idea de libertad, el sufrimiento existencial, etc. El peligro es no desligarse del estatuto literario de las Coplas. Y aquí es preciso tomar de fondo la tesis de Jesús G. Maestro según la cual poesía es un sistema de Ideas objetivadas formalmente en materiales literarios. En Manrique podemos encontrar eso: la objetivación de la idea de Muerte y Tiempo. Eso y más. La poética de Manrique se articula con la explotación versificada de un humanismo católico. Su búsqueda entraña la encrucijada del hombre frente a la muerte.
Las Coplas de Manrique, en ese sentido, luchan por aclarar la muerte. Aprovechando la dimensión simbólica de la poesía, Manrique intentó sensibilizar esta conciencia de la muerte. Leer sus asideros, repasar sus intensidades líricas, y entender las alusiones a sus circunstancias, es algo que veremos a continuación.

II

«Recuerde el alma dormida»... es como arranca la primera copla con un incólume verso octosilábico cuyo reconocimiento ha pervivido en la historia de la literatura. La temática que traza desde su inicio tramita la base de la poética de todas las coplas. El quid principal que eclosiona desde la primera estrofa mantiene con las restantes una cabal macrosemántica (por usar un concepto de Van Dijk), que es, la imperiosa reflexión sobre la muerte (en primera, segunda y tercera persona). En el poemario, la apertura se transfigura en una elemental meditación que, mediante la representación del recuerdo, intenta desentrañar una conciencia trágica del mundo:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte,
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
Habría que notar que tras el intertexto sapiensal del ars praedicandi, se habla con tono y rima de la vida humana. Lo primero de que se ocupan las Coplas lleva un tono exhortatorio: ¡recuerde, avive y despierte! Todo lo que poetiza Manrique se funda en esto pero más allá de su connotación nemotécnica. Porque tales actos –recordar, avivar y despertar– son depositarios de un significado vital y existencial reclamado con magnitud filosófica. Incluso vale decir que el texto de Manrique viene a repensar la perspectiva de Ricoeur al hacer una especie de fenomenología de la memoria, una epistemología de la historia y, a nuestro juicio, una hermenéutica del olvido. Es cierto que esto, por su atrevimiento filosófico, implica llevar lejos la enunciación elegíaca. Si pensamos en que la máxima pretensión de la poética de Manrique es lograr despertar, como para sacudir al lector, o recuperar «el seso», entonces la lectura de este poema produce algo más que la enunciación enteramente mortuoria.

Pero, se puede preguntar por qué importa tanto estar alerta al devenir de la vida, al venir de la muerte, al placer, al dolor, a mirar nuestro pasado. Al Manrique de las coplas le importa sobremanera. Porque una vez que nos administramos esta ocupación damos a una raíz que la dice en su copla 7: «Ved de cuán poco valor / son las cosas tras que andamos». Aquí el poeta ahonda en la imagen central de la mundanidad: el reflejo axiológico de las acciones humanas (así, Manrique se adelanta al dictum cioraniano de la infravaloración de la acción humana). Su valoración constituye, a fin de cuentas, una raíz que coincide con cierto enfoque para entender el pesimismo (mismo que he tratado de explicar en otro lugar).

El matiz que cabría hacer es que frente a la inanidad del mundo del deseo, Manrique parece recurrir al constructo religioso de su ética cristiana. Pero, en última instancia, Manrique conduce al desvalimiento de las acciones humanas a una condición no exenta de residuos soteriológicos (la esperanza en la vida eterna). De esta presentación poética de la condición humana viene la idea, a veces problemática, de recordar para «concientizar», de recordar para avivar y transgredir la propia subjetividad. Y el momento clave es la muerte. De esta manera, la episteme de la memoria en Manrique puede ser el puente de una estética de la tragedia, de estéticas que, como diría Philonenko, participan como tragaluces del sinsentido a partir de una determinada percepción de la intrascendencia del universo.

III

Al asomarnos a las coplas, no es posible que la poesía de Manrique pretenda hacer una catarsis de los reveses de la vida, sino que su contención poética indirectamente va contra un modo de pensar, vivir y sentir vitalista. ¿Esto lo hace pesimista? No del todo, como decíamos arriba. Pero esto se saca a la luz, ya que la decepción –vital y existencial– es una experiencia que robustece las coplas (aun cuando el cristianismo residual de Manrique acapare[1] una destinada esperanza en «el otro mundo»). Las situaciones que pueden mostrar el sentimiento de la decepción figuran con abundancia entre sus 40 coplas. Una vivencia de esta naturaleza, no proyecta una especie de estetización funeraria, cual precedente que refleja la gestualidad del apesadumbrado; sino que todo depende de esa especie de tragicismo que apostrofa de banal la vida (con la bíblica variación del ubi sunt?), porque ya no podemos representárnosla fastuosa en damas, amoríos, declamaciones o danzas (dixit copla 17). Y lo que apunta Manrique es el resultado de esa falta: la desolación. ¿Por los bienes hedónicos? Sí, pero allí el poeta no anula el placer sino que más bien reconoce sus límites.

Esta vivencia de la desolación ha implicado desde Séneca, seguido por Boecio y, a lo mejor, hasta Juan Gerson, una senda anímica de ruda manutención. Trágica a menudo. Si aparece implícitamente en las coplas de Manrique no es porque sea un tropezón sentimental. Para nada. Sino que Manrique la aterrizó diciendo en singularísima metáfora que todo eso que se dio fue evanescente, porque «¿qué fueron sino rocíos / de los prados?». Así, la desolación primaria y sustantiva surge de reconocer que de nada sirve desvivirse en la riqueza, en pletóricos dinerales, o en oropeles de ensalzada prosperidad. Y por ejemplo, esa expectativa de empoderamiento habido y por haber, le hizo pensar en su odiado contemporáneo Álvaro de Luna, alias el Condestable, a quien le exclama en la copla 21 más de lo mismo:

Sus infinitos tesoros,
sus villas y sus lugares,
su mandar,
¿qué le fueron sino lloros?,
¿qué fueron sino pesares
            al dejar?
A la desolación inicial Manrique añade la miseria incluso de quienes parecerían prevenidos de los asaltos más comunes. Por esta constatación pareciera que el inconveniente de haber nacido es no contemplar la miseria de la vida. Estamos ante algo crucial. Con propensión melancólica, Manrique igualmente concibe que riquezas, placeres, hermosuras, deleites, dulzores, y fuerzas juveniles, son pura fugacidad. Si Manrique sobrevalora el tiempo pasado («cualquiera tiempo pasado / fue mejor») en ningún caso lo es por los temores de un «eterno retorno de lo mismo» (pensado a la Nietzsche), o porque la retrospección personal acoja lo vivido en una instancia inamovible, o acaso porque el pasado condense eso que ya no es posible revivir. Sino que su doctrina del tiempo tiene componentes de una concepción preconcebida por la tradición cristiana, cuyo «mensaje» más dramático se cifra en el valor que se le da a la historia y al tiempo de espera para la vida eterna.
Muy pronto, en sus Coplas, la idea de tiempo en Manrique precisa supuestos filosóficos (y teológicos). Puede decirse que sus pensamientos sobre la temporalidad humana hacen del tiempo presente algo que pasa, se desvanece y se pierde. Al avivar qué debiera contemplar el alma que lograra despertar, lamenta que lo presente es como un punto que en cuanto llegado lo damos por venido. Haría bien incluso comentar que los supuestos de Manrique podrían evocar el ideario de Proust que se las gastó en «busca del tiempo perdido». Asimismo, los versos de Manrique pueden tocar el ideario psicosocial (conocido en Iberoamérica) pregonado por quienes cantan muy resentidos el verso de José Alfredo Jiménez: «La vida no vale nada». Pero, si bien Manrique no se explaya con tal y tan frecuentado tópico, el intríngulis antivitalista opera significativamente en función del tiempo.
Puesto que una vez que Manrique pide en la copla 2: «no se engañe nadie, no, / pensando que ha de durar / lo que espera / más que duró lo que vio», a pesar de la anfibología de esos versos, advierte una cosa nada perniciosa: que la vida de cada individuo no dura lo que él o ella quiere (por colmo, ni siquiera para el suicida). ¿Cuál es el sentido que tiene con el «recuerde, avive y despierte el alma dormida» del poema? Tal vez que para Manrique lo importante es no jetearse en las influyentes dormideras de la «existencia inauténtica» (por decirlo en clave heideggeriana), porque cuando de golpe cualquier individuo comprende el daño de haber hecho cosas «a rienda suelta / sin parar» (como dice la copla 13), querrá dar la vuelta atrás cuando eso es imposible. Vívidamente imposible. Entonces el tiempo querrá volver al pasado.
Ahí es cuando el poeta Manrique quiere calificar al tiempo presente de fugaz. El hecho del presente puede tener dos significados: uno benéfico, el de un presente de la meditación y el transparentar de la vida; pero también uno maléfico, el de un presente de lo muerto y lo irreversible. Ambas visiones de lo presente están disueltas en el poema. Entiéndase que da sentido a todo el poema es el tiempo vital. Muchas veces se ha insistido en ello. Alejada de determinaciones posmodernas como el YOLO (You Only Live One!), la concepción del tiempo vital en Manrique pretende revelar la precariedad y la brevedad de la vida. En el poema se plantea el tiempo pretérito, la fugacidad de la existencia y proyecta una visión de la vida caracterizada por la brevedad.
¿Tentación de senequismo? Lo dicho sobre la brevedad de la vida, si por admitirla comienza termina por atajar la miseria del hombre. Lo Manrique llega a advertirnos es, en suma, que la realidad tiene sus ruinas. Al miseri hominis salutem de Cicerón parece que la lírica de Manrique la tratara de llevar más allá de la enunciación elegíaca. Subjetivismo y realismo sencillo se funden en Manrique. La decepción y la desolación se ponen en contacto con un mundo objetivo que interpela. Su tensión pesimista pone en movimiento su religiosidad: se dirige a modular el sentido del mal en el mundo. Pero ponerse al día en materia de miseria se organiza distinto hoy –sitiado por la liquidez de lo social– a como se estructuró en tiempos del «pórtico del Renacimiento» (por usar una expresión de Menéndez Pelayo). La miseria no sería tal si no fuera en Manrique por la tradición que la interpreta.
Hablamos de la tradición católica. Al fin y al cabo, la precariedad del mundo retiembla en las Coplas. Porque la perene urgencia por el tiempo humano (distinto al tiempo cósmico) Manrique la formula gracias al tono nostálgico que pone delante de sí la preocupación tan recurrente por la muerte. Tal es, en efecto, un momento que Manrique desarrolla en la copla 4 a modo de «invocación». Justo ahí, si pensábamos que la miseria andaba sin instancia que le hiciera el paso corto, no obstante Manrique busca amparo en Dios, a quien llama Aquél (así, con mayúscula). No queremos decir que la invocación sea irracional; lo que sí, es que la miseria una vez que pasa por la dogmática católica –por decirlo así– termina por refractarse en los primores de la voluntad divina. Como señala Royo Latorre: «la imagen de Dios hecho hombre, sometido a las miserias humanas para salvarnos, es la preferida por Manrique».
Las consecuencias de esto que comentamos se manifiestan notoriamente en la intervención que tiene la Muerte en las coplas 34, 35, 36 y 37 al dirigirse al maestre Rodrigo Manrique. Este parte intenta suavizar el itinerario poético que secundó las primeras coplas. Veamos lo que pasa con la muerte y el dolor.

IV
La lisonja que a su padre dirige en las admirables coplas de la 25 a la 28 ha de coordinarse con la exaltación del ethos que prolijamente refieren las coplas 29, 30, 31 y 32. Ahí el aprecio filial surte una «transacción» de dolor al afligido. Como es debido interpretar, hay que resaltar que coplas atrás, con presta interrogación le exige a la Muerte (en típica prosopopeya de personificación) dirimir un asunto de perpetuo cuestionamiento: muertos tantos hombres excelentes, «di, Muerte, ¿dó los escondes / y traspones?» (copla 23).
Tras esta faena interrogativa yace un mensaje que intenta –en sus respectivas coordenadas antropológicas– cuestionar qué pasa con el hombre una vez que muere. Al pronto surge esto en el poema, así invoca nada menos que a las respuestas que ofrece su cristianismo. Pero no es posible minusvalorar que aquella pregunta secunde una cruda resignación frente a la muerte del otro (que al caso, es su padre). Ciertamente, antes de enterarnos Manrique que a su padre la muerte le llegó en su villa de Ocaña, psicológicamente advertido del inminente «duelo» de separación, y de ese adiós definitivo de «este mundo», expresa el virtuosismo de su padre. Y esto lo hace casi al estilo ditirámbico. En el marco de las coplas 26 a la 33, es de esperar que el acto que se entusiasma en él es proclamar la reputación de aquél. La intencionalidad de tal recordación o remembranza es quizá verter a ese anonadamiento una salvífica añoranza. Es hacer memoria.
Ahora bien, la concepción de la muerte en Manrique campea, más que en cualquier estrofa, en aquellas que personifican a la Muerte. Por ello, cabe preguntar si es que existe una sola visión de la muerte en el «pensamiento poético» de Manrique. El transductor de la obra manriqueña, Stephan Gilman, piensa que las Coplas condensan tres retratos de la muerte. De suerte que sería erróneo, según él, atenerse a una sola. La interpretación de Gilman no es incorrecta, pero habría que complementarla con el dictum de la Muerte para estar alerta a los supuestos de Manrique.
Así, pues, parémonos en lo que dice la Muerte. Lo que advierte la copla 33 es que la muerte hace presencia con un esfuerzo hogareño, tocando la puerta, y acto seguido sin salutación alguna, ni cáustico arribo, ni desfondamiento existencial o cosas por el estilo, la Muerte le da una determinación imperativa que encabeza fervorosamente esa situación: «dejad el mundo engañoso / y su halago», dice. Por ese adjetivo de engañoso atina a una idea de «vida» que relucirá tiempo después Calderón de la Barca. Pero volviendo a la copla, versos adelante, admitiendo que es un trago que exige esfuerzo, la Muerte lo aviene a no rajarse (por decirlo con un mexicanismo): «esfuércese la virtud / para sufrir esta afrenta». Frente este menester, la Muerte amablemente le aconseja (copla 35) no se le haga tan amarga la «batalla temerosa / que esperáis». Ahí inmediatamente la Muerte insinúa que sólo son posibles tres vidas: la de la fama, la del placer mundanal y la vida eterna. Como le interesa ésta última (por razones que obviamos) toda la copla 36 exalta lo que corresponde para el «vivir que es perdurable». Y ahí estamos ante un verso escandaloso para los lectores modernos: y es que la Muerte legitima las acciones caballerescas contra los moros.
El poema de Manrique trasluce una venturosa condición de su tiempo: se premiaba religiosamente la participación en la «guerra santa». Por eso mismo la Muerte en la copla 37 mantiene que por haber derramado sangre de pagano debe «esperad el galardón». Este asunto tal vez debiera interpretarse, por su horizonte ideológico, como ejemplo de intolerancia. Y es que, a sabiendas o no, el haber participado en el deseo de barrer con los «paganos» ponderaba incluso el sentido de la muerte. Pero ello no crispó a la Muerte pues parece felicitar al padre de Manrique por haber procurado tanto la muerte de musulmanes. Es más: con optimismo soteriológico, le dice: «partid con buena esperanza» porque ganará la tercera vida, la eterna, según él. Por este último asomo de la Muerte se deja constancia de la concepción que se tenía de la Muerte, cuya simbolización va acorde a un carácter moralizador, y que asimismo acompañada de tópicos de su tradición relativos al buen morir (la imagen de la muerte se presenta amable).
Hay signos de que Manrique intentó presentar a la muerte bajo una forma eutanásica, y a su padre como ejemplo del buen morir, sin sacar adelante inquietudes premortales que condicionen –con o sin problematización bioética– el fallecimiento; tal vez para prestigiar el ambiente catolizado de su sociedad. Quería hacerlo llevadero. Y ello recuerda a que Erasmo de Rotterdam en su muy desconocido Liber quomodo se quisque debeat preparare ad mortem (1533) llamaba a sentir con esperanza la propia muerte porque la Sagrada Escritura lo apoya. Y llevado al límite, Erasmo invita a no desfallecer en lacrimosas resignaciones; antes mejor, pide que los fieles cristianos aguarden la misericordia, que devotamente se dejen morir confiando en la voluntad de Dios.
¿Y qué sentido puede tener esto con la postura de Manrique en la copla 38? Aquí convendría advertir en la elucidación manriqueña la misma tradición que recoge Erasmo (entre otros). Y como hemos dicho antes, la simbolización de la Muerte está construida a partir de tópicos. El tópico que acompaña el final de las coplas es el hecho de que el morir no sea otra cosa que el retorno del alma a su origen, la conciencia serenada de la determinación divina. Como expresa Manrique: «que mi voluntad está / conforme con la divina / para todo». La aceptación que sostiene Manrique (en boca de su padre) definitivamente se sitúa en una perspectiva cristiana. Él es un poeta que salvaguarda la tradición cristiana. Es más: la penúltima estrofa del poema encuadra una brevísima apologética tendente a orar a Jesús la búsqueda del perdón, y lo veremos restableciéndola «no mis merecimientos, / mas por tu sola clemencia».
Ya así, el pensamiento poético de Manrique concluye sus ideas del devenir (donde, por cierto, se cita al héroe) en la relación entre el hombre y Dios. El pensamiento más cristiano de dicha estrofa culmina en apercibir que una vez muerto su padre «dio el alma a quien se la dio». Así nos descubre, por fin, que la muerte desnuda el alma de su ser querido, en ese momento cercado de su familia. En semejante situación, ya podemos enlazar el principio con el fin a partir de un elemento crucial del poema: el recuerdo. Al inicio una cosa era recordar la fugacidad del mundo pero ahora consuela memorar a otro (su padre). Por este camino, podemos llegar a una conclusión nada atrevida: la muerte, que solía venir tan callando [sic], una vez llegada, ahora funda una situación vital cuyo destino es motivar a lo recordable, lo recordando y lo recordado. Y tal característica es lo que determina a pensar las Coplas como una meditación de la vida. No en vano las Coplas son una elegía.

V
Finalmente no cabe duda que su poema es uno de los más lúcidos en calidad, estructura, oriundez, sencillez y belleza en la historia de la literatura escrita en español. Pesimista a veces, la vivencia de las Coplas lleva aparejada la idea de que se puede morir con serenidad aun con las reviviscencias que nos hacen contemplar la brevedad de la vida. Así descubrimos a un Manrique enfrentado al tiempo. Su poema ha soportado el paso de los años. Por ello, esperemos que la posmodernidad en literatura no quite a Manrique de ser un poeta clásico.
Ahora dejo a Manrique en su grandeza, en medio de su constelación de temas –como advertía Pedro Salinas–, en la ineluctable referencia al mundo, la muerte y el tiempo. En cuanto a su vida, podemos decir que fue estrecha y terminó en 1478 al atacar, en una expedición militar contra el marqués de Villenael castillo de Garci-Muñoz. Murió en la lucha, por corto en estrategia; sabedor de su agonía. Con esto, no podemos imaginar que a Manrique la Muerte le haya visitado con antelación domiciliaria como a su padre.
Sin embargo, ha pasado el tiempo y ha llevado lejos su intuición poética. Pues sabemos que quedó sepultado –intra fauces terrae– en un monasterio de Uclés, provincia de Cuenca, al fin y cabo cerca de su querido padre.

Obra poética de Jorge Manrique

Coplas a la muerte de su padre y otras poesías, Editores Mexicanos Unidos, México, 1980.
Poesías completas, EDAF, prólogo de Luis Suñén, Madrid, 1981.
Obra completa, Edicomunicación, Edición, notas y vocabulario de Jorge Garza Castillo; prólogo y presentación de Francesc L. Cardona, Barcelona, 1994.
Poesía completa, Alianza Editorial, Edición, prólogo y notas de Ángel Gómez Moreno, España, 2000.
Coplas, EDAF, Edición, prólogo y notas de Amparo Medina-Bocos, Madrid, 2003.

Bibliografía consultada

Francisco J. Díaz De Revenga, “Jorge Manrique o la serenidad ante la muerte”, Revista de literatura española, hispanoamericana y teoría de la literatura, n° 66, 1979, pp. 37-43.
Stephan Gilman, “Tres retratos de la muerte en las Coplas de J. Manrique”, Nueva Revista de Filología, n° 3, Año 13, 1959, pp. 305-324.
Rosa María Lida de Malkiel, La idea de la fama en la Edad Media castellana, FCE, México-Argentina, 1952.
María Dolores Royo Latorre, “Jorge Manrique y el ars praedicandi”, Revista de Filología Española, 74, 1995, pp. 249-260.
Jesús G. Maestro, Las musas de la ira. La literatura desde el materialismo filosófico, Pentalfa, Oviedo, 2015.
Alexis Philonenko, La filosofía de la desdicha, Tomo 1, Taurus, México, 2004.
Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, Trotta, Madrid, 2003.
Erasmo de Rotterdam, Preparación para la muerte, nota introductoria de R. Xirau; antecedentes de G. Zaid; trad. intr. y notas de M. Beuchot, Editorial Jus, México, 1998.
Luis Suñen, Jorge Manrique, EDAF, Madrid, 1980.



[1] Véanse las Coplas 5, 6, 7, 35, 36, 37, 38, 39 y 40. 

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