SARA FERRO

LE MÈPRIS

Último habitante de
la última isla
que fue posible conquistar.
No suplica,
no abre ni abrirá
la boca.
La confianza acabó
comiéndole
los dos brazos.
Otra vez se queda sin nombre,
otra vez desaparece.
Cómo gritan los fantasmas.
Los espacios cortos,
el calor acaba por saber
de la misma manera.
Debería huir corriendo,
ya fue advertido…
ya hizo oídos sordos…
y ahora no puede deshacerse
de ninguno de esos
ruidos

IV
 Extender el brazo,
usar como medida el recorrido
que ocupa desde el  codo a la muñeca;
arrastrar la boca, cerrada, seca,
manchar la piel, hacerla más opaca.
Algo crece, algo se estira
con la intención de llegar a la yema de los dedos,
la otra cara de la huella.
Mis ojos tienen sed,
he visto los párpados reflejados en cemento.
Vi el cuerpo,
como lo cubría la sal,
encostrándose,
partiéndose en los pliegues.
Probé con la lengua,
te ofrecí el aliento
y, de nuevo, escupí cemento.

V
 Soportable como la estática caída,
como el nunca de nadie,
como la nada tan llena,
como el agujero con el que choca el dedo.
Me agarro
al más absurdo desconocimiento.
Me balanceo como el diente suelto
que se agarra a la carne viva.
Camino desandando pasos,
tropezando con mis pies,
cortándome los cordones.
Respiro y exhalo piojos.

VI.
Y al llegar, pensé en la arcada
y me sentí el pan duro, demasiado recalentado
que acabas por tirar a la basura.
Cuando el anhelo se convirtió en impulso
y el cuerpo se me llenó de daño
y los borbotones me salieron de la boca
como palabras que no tienen permiso.
Entrar y pensar de otra manera,
recoger todas las migajas,
el borde del borde de las comisuras.
Lo pequeño se te hace grande,
para acabar en el borde,
siempre se hace tarde antes de que llegue el antes.
Siempre el borde,
el violento movimiento,
el zarandeo,
y al final la arcada,
violenta y lenta
y las migajas que se escapan,
escapan… se me escapan.

PALOMAS
Oía pensar a los demás.
Oía palomas chocar contra sus cabezas.
Oía sus cuerpos flotar, como pendidos
del hilo que intentaban desenredar.


FIN

El niño que quiere que le cuenten
siempre la misma historia
ha subido esta tarde a mi casa
Y, sentado enfrente,
ha terminado llorando.
Le vi cruzar la calle,
desde la ventana,
y aún sonaba aquí
el sorber del último cuento
al que había puesto fin.

MADRUGADAS I

Escucha,
treinta metros abajo.
La máquina que limpia se silencia en un sorbido.
Hay frío en sus piernas,
a tientas sus ojos de cloaca
inauguran otra noche azul.
Oscuridad abierta a la ventana,
mosquitos contra la lámpara alejada.
Pesa la mano y pesa algo contra el párpado,
bajo la alfombra alguien tararea
-aumentando el silencio.-

Sara Ferro (1990, España)

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