
Si
escribo el significante Pedro, para precisar mejor el significado Pedro debo
recurrir a adiciones expresivas, incluso a un pequeño tour de forcé estilístico:
en cambio, si la digo, bastará en muchas ocasiones que guiñe el ojo en
dirección del poseedor del oído que me escucha. O, si Pedro es jorobado, basta
que me incline un poco; o si tiene bigotes, basta que finga atusármelos bajo la
nariz. O, simplemente, basta, para establecer un entendimiento, una inflexión
de mi medio expresivo típico de aquel momento: la voz. Ahora bien, sucede en nuestra costumbre ya secular que el signo
gráfico y el signo oral se confundan en la palabra, y se asimilen. Hasta el
punto que cuando decimos Pedro, vemos con el ojo —además de oírlo con el oído—
el nombre Pedro escrito; y también puede suceder lo contrario: que una lectura
evoque los sonidos de la voz, es decir, sea a un tiempo visiva —en la
imaginación fulminante— y fonética.
Pero
esta «imaginación fulminante» que acompaña todas nuestras lecturas y
audiciones, haciendo también auditivas las primeras y visivas las segundas, realiza
al mismo tiempo otra operación, digna de esos desesperados robots que somos. Añade
al fonema (el significante Pedro oído con el oído) y al grafema (el
significante Pedro escrito) una nueva encarnación de la palabra, que creo que
los lingüistas hasta ahora nunca han tomado en especial consideración, y que
por ser una imagen, podríamos llamar «cromema», o mejor todavía «cinema». Es
decir: la palabra ya no sería en efecto una dualidad (signo gráfico y signo
oral) sino una trinidad (signo gráfico, signo oral y signo visivo: grafema,
fonema y cinema). (Creo que la expresión «imagen fonética» usada por De
Saussure tenía otro sentido).
En
la práctica, no existe ninguna palabra que no vaya fulminantemente acompañada
—es una cuestión de orden cibernético— por una imagen. Que el lector reflexione
un instante y piense si, cuando anteriormente he supuesto escrita o hablada la
palabra «Pedro», no le ha pasado fulminantemente por la cabeza una propia
imagen privadoonírica inaferrable y probablemente inefable —de un cierto Pedro
o de todos los posibles Pedros, o quizá la del apóstol Pedro. No existe palabra
por muy abstracta que sea, que no suscite en nosotros, simultáneamente a su
pronunciación o a su aparición escrita, alguna imagen. Las palabras abstractas
evocarán fundamentalmente imágenes abstractas. Es un juego corriente entre
amigos el preguntarse qué color evoca una palabra. «¿Cuál es el color de la
palabra bondad?» «Para mí es una escritura abstracta pero pictórica de blanco–amarillo,
ligeramente luminoso.» «¿La palabras avaricia?» «Una mancha violeta–verdosa, o
quizás un color que mezclando el violeta y el verde, recuerda el color de la
regaliz, etc.» Los tres temas están profunda e íntimamente ligados entre sí,
una verdadera y exacta trinidad. Y no obstante pertenecen a tres momentos
diversos de una cultura, y, en el límite, a tres culturas, y los respectivos
sistemas de signos, separados artificialmente, son en realidad o en potencia
tres sistemas lingüísticos.
(Claro está que nunca se podrán evitar las
evocaciones recíprocas. Incluso al oír esa lengua enteramente llena de sonidos que es la música,
es imposible sofocar la irrumpiente secuencia de imágenes que evoca, y al
contrario, frente a un cuadro —es decir, una lengua basada sobre un sistema de puros
cromemas— no podemos impedir la percepción de un ritmo musical, etc. Como todo
esto acontece en la intimidad de la conciencia, ha sido muy querido por cierta
crítica romántica y liberty, naturalmente).
Sucede, pues, que incluso si en el
laboratorio se separan estos tres sistemas lingüísticos y, con un experimento,
se basa sobre uno solo de éstos un
lenguaje expresivo, los otros dos vienen evocados inmediatamente como
integrantes. ¿Hasta qué punto se sirve un poeta de la imaginación del lector?
Dante: «conobbi il tremolar della marina»: este estupendo endecasílabo ¿no se dirige
acaso fundamentalmente a la capacidad imaginativa
del lector? Aquel signo gráfico «tremolar», no
pretende mostrarse naturalmente como únicamente denotativo: es un signo
poético, y por lo tanto es ya, por código, expresivo. Pero además esto exige,
en el caso que se trata, una fuerte capacidad específicamente imaginativa de su
usuario. Este verso es tanto más hermoso cuanto más capaz de imaginación visiva
es el usuario. La evocación de un mar matutino (visto como luz y como temblor)
puede ser una pura vivacidad expresiva para un lector dotado de mediocre
imaginación visiva, puede cortar la respiración a un lector que goce de una
exasperada imaginación visiva.
¿Puede suceder lo contrario? ¿Se puede
presentar a un usuario una imagen arrancada de una marina «tremolosa», un
cinema aislado en laboratorio —digamos bajo la especie del encuadre
cinematográfico— y contar con su capacidad intelectiva para evocar los signos
gráficos que integren aquella imagen —así como la imagen ha integrado el signo
gráfico en el verso de Dante? ¿Por qué no? La objetiva fuerza evocativa del
signo dantesco nace de su contexto —es decir, de la relación de la palabra
«tremolar» con los restantes, de su colocación en el endecasílabo, de su colocación en el episodio y de su colocación
en el conjunto del poema. La palabra «tremolar» en sí es una palabra impresionista
de categoría bastante baja. Y realmente creo que es uno de los pocos ejemplos
de impresionismo en el texto dantesco. Podría incluso ser usada por un mediocre
escritor. El cinema (como encuadre cinematográfico) del mar encrespado por la
brisa marítima sería evocado igualmente, pero como mero dato de hecho, una
imagen mecánica.
La sola palabra expresiva ofrece potentes
conmociones en los verdaderos poemas por estar colocada (para expresarse
rápidamente) en un momento traumático del conjunto del contexto: cuando el
contexto es el de un poeta moderno cuya «escritura» ya no es clásica, sino que
coloca las palabras en sentido vertical, como en los diccionarios, imponiéndolo
en su ambigüedad, en su misterio, etc. (Rimbaud), continúa existiendo un
espíritu textual que, aunque no sea convencional o clasicístico, lo carga.
En el cinema tal carga es infinitamente más necesaria.
En realidad Dante necesita pocas palabras para provocar la conmoción estética,
en el verso citado, incluso prescindiendo de todo el resto del capítulo y del
poema: un realizador nunca podrá alcanzar semejante intensidad con dos o tres
imágenes (lo correspondiente a un endecasílabo).

Existe una diferencia cualitativa entre la
palabra y la imagen, y es ésta: la palabra es una trinidad: grafema, fonema y
cinema, mientras que la imagen no es más que un elemento de esta trinidad. La
imagen forma parte de la palabra. Por consiguiente, el cinematógrafo se basa
sobre un lenguaje real pero parcial: o sea sobre el sistema visivo que acompaña
el sistema de signos gráficos y orales de nuestra comunicación. Todo el gran
esfuerzo del cinematógrafo ha sido el de decir con un solo elemento lo que
habitualmente se dice con tres. Pero así como una palabra gráfica «evoca»
inmediatamente su fonema y su cinema, de igual manera el cinema evoca a su vez
fonema y grafema, pero con menos inmediatez (para nuestros cerebros de robot
acostumbrados desde hace siglos al principal tipo de evocación: el de la
palabra gráfica u oral que evoca sonido e imagen). Por tanto, por razones históricas,
es mucho más difícil para un realizador que para un escritor expresarse
completamente (sin embargo, por otras razones, por la mayor facilidad y
oniricidad de los signos —además de por su fabulosa novedad— le es más fácil).
Sólo un conjunto de imágenes puede alcanzar aunque
sea torpemente el poder significativo de una sola palabra. Aquéllas sólo llegan
a ser significativas en grandes grupos: hasta el punto de que la mónada
lingüística del cine, podría decirse, no puede consistir en una sola imagen,
sino en un conjunto de imágenes: se trataría, en definitiva, de una mónada
pluricelular —que en su límite puede ser también monocelular, en el caso de que
se trate de un encuadre o imagen aislada particularmente larga (obsesiva) o
reiterada. Estas mónadas pluricelulares (o macrocelulares) que sustituyen lo
que en el lenguaje escrito es el sustantivo (monocelular, al menos
aparentemente, si no se tiene en cuenta su polivalencia, o al menos su ambigüedad,
las diversas acepciones o los varios estratos históricos de su etimología)—
pueden ser de entidades diversas: desde una unión de tres o cuatro imágenes a
una unión de una veintena de imágenes (¿quién sabe?), ligadas entre sí con
nexos toscamente sintácticos (de movimiento a movimiento, de encuadre fijo a
encuadre en movimiento, del detalle al plano general, etc.: no existen partículas
conjuntivas, la diversidad de los nexos sintácticos viene dada no por la
conjunción sino por el tipo de las dos imágenes conjuntas: toda la gramática
del cine está todavía por hacer (ahora que Godard está haciéndola explotar).
Por este motivo, sería exacto considerar como fundamento del lenguaje
cinematográfico los «sintaxemas»: cuyas estructuras todavía hay que estudiar en
el cine de arte (mientras el fondo puramente comunicativo de los films
comerciales es de más fácil análisis: obsérvense las agudas observaciones de Roland
Barthes en su signalética, en un capítulo de Mithologies , sobre los romanos en
el cine).
ERIC ROHMER
Tomado del libro: Cine de poesía contra cine de prosa Pier
Paolo Pasolini / Eric Rohmer
Traducido por Joaquín Jordá