La
primera actitud del hombre ante el lenguaje fue la confianza: el signo y el
objeto representado eran lo mismo. La escultura era un doble del modelo; la
fórmula ritual una reproducción de la realidad, capaz de reengendrarla. Hablar
era recrear el objeto aludido. La exacta pronunciación de las palabras mágicas
era una de las primeras condiciones de su eficacia. La necesidad de preservar
el lenguaje sagrado explica el nacimiento de la gramática, en la India védica.
Pero al cabo de los siglos los hombres advirtieron que entre las cosas y sus
nombres se abría un abismo. Las ciencias del lenguaje conquistaron su autonomía
apenas cesó la creencia en la identidad entre el objeto y su signo. La primera
tarea del pensamiento consistió en fijar un significado preciso y único a los
vocablos; y la gramática se convirtió en el primer peldaño de la lógica. Mas las
palabras son rebeldes a la definición. Y todavía no cesa la batalla entre la
ciencia y el lenguaje.
La
historia del hombre podría reducirse a la de las relaciones entre las palabras
y el pensamiento. Todo período de crisis se inicia o coincide con una crítica
del lenguaje. De pronto se pierde fe en la eficacia del vocablo «Tuve a la
belleza en mis rodillas y era amarga», dice el poeta. ¿La belleza o la palabra?
Ambas: la belleza es inasible sin las palabras. Cosas y palabras se desangran
por la misma herida. Todas las sociedades han atravesado por estas crisis de
sus fundamentos que son, asimismo y sobre todo, crisis del sentido de ciertas
palabras. Se olvida con frecuencia que, como todas las otras creaciones
humanas, los Imperios y los Estados están hechos de palabras: son hechos
verbales. En el libro XIII de las Analectas, Tzu—Lu pregunta a Confucio: «Si el
Duque de Wei te llamase para administrar su país, ¿cuál sería tu primera
medida? Él Maestro dijo: La reforma del lenguaje». No sabemos en dónde empieza
el mal, si en las palabras o en las cosas, pero cuando las palabras se
corrompen y los significados se vuelven inciertos* el sentido de nuestros actos
y de nuestras obras también es inseguro. Las cosas se apoyan en sus nombres y
viceversa. Nietzsche inicia su crítica de los valores enfrentándose a las
palabras: ¿qué es lo que quieren decir realmente virtud, verdad o justicia? Al
desvelar el significado de ciertas palabras sagradas e inmutables —precisamente
aquellas sobre las que reposaba el edificio de la metafísica occidental— minó
los fundamentos de esa metafísica. Toda crítica filosófica se inicia con un
análisis del lenguaje.
El
equívoco de toda filosofía depende de su fatal sujeción a las palabras. Casi
todos los filósofos afirman que los vocablos son instrumentos groseros,
incapaces de asir la realidad. Ahora bien, ¿es posible una filosofía sin
palabras? Los símbolos son también lenguaje, aun los más abstractos y puros,
como los de la lógica y la matemática. Además, los signos deben ser explicados
y no hay otro medio de explicación que el lenguaje.
Pero
imaginemos lo imposible: una filosofía dueña de un lenguaje simbólico o
matemático sin referencia a las palabras. El hombre y sus problemas —tema
esencial de toda filosofía— no tendría cabida en ella. Pues el hombre es
inseparable de las palabras. Sin ellas, es inasible. El hombre es un ser de
palabras. Y a la inversa: toda
filosofía que se sirve de palabras está condenada a la servidumbre de la
historia, porque las palabras nacen y mueren, como los hombres. Así, en un
extremo, la realidad que las palabras no pueden expresar; en el otro, la
realidad del hombre que sólo puede expresarse con palabras. Por tanto, debemos
someter a examen las pretensiones de la ciencia del lenguaje. Y en primer
término su postulado principal: la noción del lenguaje como objeto.
Si
todo objeto es, de alguna manera, parte del sujeto cognoscente —límite fatal
del saber al mismo tiempo que única posibilidad de conocer— ¿qué decir del
lenguaje? Las fronteras entre objeto y sujeto se muestran aquí particularmente
indecisas. La palabra es el hombre mismo. Estamos hechos de palabras. Ellas son
nuestra única realidad o, al menos, el único testimonio de nuestra realidad. No
hay pensamiento sin lenguaje, ni tampoco objeto de conocimiento: lo primero que
hace el hombre frente a una realidad desconocida es nombrarla, bautizarla. Lo
que ignoramos es lo innombrado. Todo aprendizaje principia como enseñanza de los
verdaderos nombres de las cosas y termina con la revelación de la palabra—llave
que nos abrirá las puertas del saber. O con la confesión de ignorancia: el
silencio. Y aun el silencio dice algo, pues está preñado de signos. No podemos
escapar del lenguaje. Cierto, los especialistas pueden aislar el idioma y
convertirlo en objeto. Mas se trata de un ser artificial arrancado a su mundo
original ya que, a diferencia de lo que ocurre con los otros objetos de la
ciencia, las palabras no viven fuera de nosotros. Nosotros somos su mundo y
ellas el nuestro. Para apresar el lenguaje no tenemos más remedio que
emplearlo. Las redes de pescar palabras están hechas de palabras. No pretendo
negar con esto el valor de los estudios lingüísticos. Pero los descubrimientos
de la lingüística no deben hacernos olvidar sus limitaciones: el lenguaje, en
su realidad última, se nos escapa. Esa realidad consiste en ser algo
indivisible e inseparable del hombre. El lenguaje es una condición de la
existencia del hombre y no un objeto, un organismo o un sistema convencional de
signos que podemos aceptar o desechar. El estudio del lenguaje, en este
sentido, es una de las partes de una ciencia total del hombre.
Afirmar
que el lenguaje es propiedad exclusiva del hombre contradice una creencia
milenaria. Recordemos cómo principian muchas fábulas: «Cuando los animales
hablaban,..». Aunque parezca extraño, esta creencia fue resucitada por la
ciencia del siglo pasado. Todavía muchos afirman que los sistemas de
comunicación animal no son esencialmente diferentes de los usados por el
hombre. Para algunos sabios no es una gastada metáfora hablar del lenguaje de
los pájaros. En efecto, en los lenguajes animales aparecen las dos notasdistintivas
del habla: el significado —reducido, es cierto, al nivel más elemental y
rudimentario— y la comunicación. El grito animal alude a algo, dice algo: posee
significación. Y ese significado es recogido y, por decirlo así, comprendido
por los otros animales. Esos gritos inarticulados constituyen un sistema de signos
comunes, dotados de significación. No es otra la función de las palabras. Por
tanto, el habla no es sino el desarrollo del lenguaje animal, y las palabras
pueden ser estudiadas como cualquiera de los otros objetos de la ciencia de la
naturaleza.
(Fragmento)
Tomado del libro EL ARCO Y LA LIRA de Octavio Paz
(Fragmento)
Tomado del libro EL ARCO Y LA LIRA de Octavio Paz