OSVALDO LAMBORGHINI

LOS ENFERMEROS, QUE SABEN.
dicen que son irresistibles.
¡Tantas veces han perdido
la cabeza (y el puesto)
por ellas!
—Y también los médicos.
Quiebra en el cotidiano manejo profesional:
hay “algo” en el olor de las locas,
en el vaho que se desprende de sus cuerpos.
Locas: Ellas,
con “algo” en la carne y en el olor de la carne
que ni la electricidad puede arrancarlo,
ni las palabras.
Las palabras son el último intento
antes de la perdición definitiva.
La que entra en el consultorio delirando
se lleva a otro atrapado en sus respuestas.
Las vidas “arruinadas”, ojo,
no merecen elogio ni elegía
ni melancólica
oda postrera.
En el momento la loca habló
y en el otro vino el vértigo.
La encuesta previa para el levante de este
remedo de poema (¡y el tiempo vino!)
llevó a la puerta oclusa del ex doctor Groshen,
el expulsado de los cuerpos de salud.
“Me seducían invariablemente”, dijo,
con los dedos manchados,
“y después me abandonaban a mi suerte”.
—Por una loca hija de puta o puta... —comentamos
“¡No!”, él cortó la frase.
Suerte: Expulsión, él: el expulsado.
La medicina no lo necesita
ya más
y tampoco, tampoco es preciso
a las palabras placentas de las locas:
por un cuerpo que pierden
encuentran toda una academia para ejercer.
¿Cómo decirlo?
¿Quién ejerce y a quién ejerce?
La puerta se abre y los razonamientos
de Groshen exdóctor se evaporan
“¡Me quemó los sesos!”
Hay una mujer con la mirada perdida
y vaga sonrisa
que llama desde el umbral.
El olor llega hasta aquí
hasta la noche del blanco castillo,
o sombras débiles. Hasta el órdago
de las curaciones.
Me estaré
me pregunté
volviendo “loca”.
Oleré, acaso,
de esa manera y con ese
perfume y dardo de que hablé.
Groshen me ruega
un poco de amor:
“¡Un poco de amor!”
O que le dirija, en última instancia,
la palabra
llegaste ¿estás contento Groshen?
los berbiqüines de Dios están aquí
y guirnaldas
en una cantidad tal
y de gran preciosura
que ninguna boca sola
podría proferirlas
se pierde todo temor a estafa aquí
hay joyas brillando y jodas perennes
hay un grano de anís
orgullo de la placenta
hay un pliego y lápiz
japonés
o leeré
reclinado sobre la solución adivinanza
o el invento de otra en su
insoluble reemplazo que
que, inmensamente castillejo corresponde
a hidalgojo
inmensamente
y el que tiene
¿con qué me hueles?
¿la nariz el culo o la boca?

SORÉ, RESORÉ

I

Hay que cuidar la relación del doble con el cuerpo.
Tantos, por perder el doble
sin nada se quedaron, como la intención
de decir, o con esa intención.
Precisamente y vaga,
que nada hubiera fuera de eso,
de ese ras ras:
quitado el doble nada.
¿Caminaría yo por esas arenas de ardor?
Si no supiera de antemano
que hay una boca y que hay un jarro.
Esperando. Indiferentes. A quien llegue
o se eluda ad hoc. Señalando.
Señalando su distancia. Indiferencia,
fuera de todo teatro
acrado.
¿Caminaría yo?
Por esas arenas de ardor.
Hay que cuidar, es preciso.
Que el doble (él)
a cada rato venga con su certificado de presencia.
¡Yo he conocido mujeres
ya entontecidas de parir!
Cuidar incluso que esté en el ahijuna, en breve.
Sin desesperaciones por el gasto,
hasta cuidar incluso el gesto:
el terror nace, pare cuando se pega un salto violento
hacia atrás y él, doble, no está
(¡oh, te quiero ver!).
En Roma,
en el templete circular de Hermes Chano,
adoraban el ovo de la magnolia
el bien rallado sobre un vientre de mujer.
El doble (él) era un rayo de luz sangre,
púrpura se decía: “Un rayo luz
púrpura sangre”. Generalmente,
las máscaras consiguientes se ausentaban
para que él, doble, produjera intente
su laxo andar sobre la cal del muro.
Y sólo sobre la cal.
Y sólo sobre la cal.
Sobre la magra película cal.
Caminaba y acre,
y las máscaras yacían, pero no donde yo yazgo
sino refundidas como yo
sin el salto prudencial del rasgo
y en tanto el pincel, el pincel,
untado de azul
traza un color.
¿Caminaría yo por un César que me descabezara?
Se entiende que el rayo se efuminaba
tras la cal, sobre la cal
mas sin tallar el muro
ni atraparse para efigie del clam.
Yo lo he visto entre clavos de orgasmo.
Olor. Investidura.

II

Soré y Resoré, divinidades clancas de la llanura,
como vientos opuestos o en otro decir, encontrados,
otrora se posesionaban por entero de la atmósfera
y le imprimían su cadencia
(que ellas también como tejer
por tejer su brisa se les daba:
alguna vez la palabra erradicar).
Eran, Soré y Resoré, divinidades. Allá, oh allá,
como una sola copla andaban
gratoneando casi en un plano de delito,
entre ellas remirándose.
Y poseían el rallo.
Orei, no cabe la nostalgia.
Pero entonces cabe y entonces, vamos,
qué duda cabe.
Es un hueco en la esfera no del entendimiento.
Es un hueco.
Orei haría
haría,
falta toda una ciencia de suplir
que no tenemos, o tengamos. O un arte,
que tenemos, o.
Yo no he adivinado aún,
al menos,
las estatuas de Soré y Resoré,
Orei:
de la llanura clancas divinidades.
Están con sus compadres, los ecos.
Viven la vida intensa y eterna de las ratas
pero en una esfera externa donde la caña,
la pulpa misma del concepto
vanamente tratado de omitir,
nubla la mirada y añuda
a cada griego con su sabra
—no saber, ¡tan caray!—
y a cada orador con algo, con un halo.
Orei, ¿adivinar las estatuas,
los erigidos monumentos?
Pero dónde y cómo, mi amigo (sin nostalgia).
¡Si ésta es una llanura de lo más llana!
Si es el mesmo concepto desenrollado
como un despliego de la pulpa mesma
sin ninguna clase de prominencias.
Oh no, Orei:
“Naides es más que naides”.
Y nada se avizora,
a fuer de un comentario de barbijo.
Ni siquiera la llanura llana.
Idolillos que se van contaminados
y cunde el escenario
Y ahora el viento
Y ahora un dibujo guanaco
Para escupir la cara
Y ahora un heraldo mensajero amante enviado
a la ciudad de los patentes muros
(más paja aún que adobes),
descubre que soy nadie y no naides
o menos ni menos que naides.
Así andaba la cosa en el momento de poner
cuando al fin comprendía a mis compadres.
Estaba el hombre tras la reja del bar
con la tranquila copa en la mano.
Bebía seguramente su caña o su durazno y acrado
se partía en el lacre de un envío seguro,
seguro sin reenvío posible:
pero él era, o al menos estaba.
Y en la esfera no del entendimiento,
sin recordar bien (y menos pensar)
me acerqué con paso calmo,
intentando a lo sumo yo
entrenarme en los andares laxos:
ver y a ver
si podía revertirme, con un movimiento inverso,
en la misma condición del rallo.
Gritó
“¡Rayo!” acentuándolo. Y fuese
fuese redundante tras la bruma de la caña
(jamás he visto tan tranquilos pasos),
o disimulado por la sombra mal habida del durazno.
Y ésta es la reja del entrechocar:
lo mesmo.

YO ME REFIERO

(no soy el Regente / de Taller / pues /
lo importante, y potente / en este fiero /
y perdulario / Psicopathos de enfermero /
con bajo Fondo Social, que no es /
la Comedia del arte Literario. / Y así
como el Vestuario / incluye en su catálogo /
el hábito Desnudo / oh una Lucerna bajo el lago /
al vuelo solo aludo / inocente /
(pero ya sabe) /pluma con fecha infechable /
¿QUE sentencia el cuerpo del ave? /
sin acento, como quien
y a nada /en otra Estela / —igual va a Bruselas— /
-Para” escribe en la portada / “Paul Verlaine” /
((Mea lago —ya lo ven— en mi mal gusto— P.C. a mi peluca
de pocas pelas — y a miasma / objeto, que se derrumba con mi
busto —

OTRA
Otra, tal vez, otra rima:
Dala a la pérdida por perdida.
Un ladrido al que no hay
perro que lo exprima.
En la boca chula de Adonai
así se llamaba la vida:
—“Mal que no se halla contra”—
No le tengas, gas, grima
a la gloria roja
del homicida:
de su matriz se la despoja
más la crin (lacrima) de una potra.
La grima íntima intimida
y sin música sonroja.


Osvaldo Lamborghini fue un escritor y poeta argentino (1940-1985)

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