DIANA MANOLE

Violación. Revertida

Como si te estuviera violando anestesiada
como el doctor de Toronto que dedeaba
los hoyos del niño, de mami, y de abuelita
― la pericia de un especialista con las mejores
credenciales.
Del otro lado de la cortina azul,
cirujanos abriendo abdómenes,
esparciendo sangre
en las baldosas de cerámica ―
un desflore con las mejores intenciones.
“Saben que también quieren,” les dijo el doctor,
metiendo su pene completamente,
en bocas paralizadas
por drogas e incredulidad.

“Sabes que también quieres,” me repito a mí misma
antes de cada poema en el que
describo nuestro hacer el amor imaginario,
saboreando tu ternura sin que tú lo sepas ―
como un inmerecido rechazo de tu dignidad como hombre
liberado hace cientos de años
pero aún inquietamente fuera de lugar.

Sólo Dios sabe de donde surgen tantos
poemas desvergonzados.
            Tu cuerpo ―
            desapareciendo en la oscuridad,
            tus manos sujetando mis muñecas,
            impidiendo cualquier posibilidad de acariciarte.
            Te precipitas en mí con la prisa de un adolescente ―
            obedezco
            a pesar de mi dolor ―
            como si quisieras llenarme
            de pies a cabeza
            con una sacudida de alto voltaje
            para aniquilar cualquier inhibición.
            Jadeo ―
            un susurro frágil desvaneciéndose,
            inaudito,
            anticipando la muerte
            orgásmico.
Hacia la mañana
aun intento describir como hicimos el amor ―
infinitamente estirando demasiado dos o tres detalles reales
en metáforas eróticas e ironías autoindulgentes,
reinventando tu bondage
sin pensarlo dos veces.
           
Genealogía. Frente al espejo

Los ojos ardientes de cazadores,
sus cuerpos pintados en tonos fosforescentes
desafiando el desierto con gritos de batalla y
suspiros de amor.

Los inusuales dedos largos
de un escocés tocando la gaita
en la cubierta de un barco, su barriga llena de esclavos
de todas las edades.

El bigote de un beduino que se escabulló
en tu acervo genético
en el nombre del Corán
aprovechando una fata morgana.

Mujeres encadenadas
y esclavos esparciendo su semilla al azar
en el nombre de Europa,
hasta que una niña aborigen de dieciséis años en Nueva Escocia,
su sangre diluida por siglos de colonialismo,
murió dando a luz
al primer hombre libre de tu linaje.

“La gente se reunió y la gente hizo bebés,” dices
con ironía
para dignificar las violaciones y las factura de ventas
que enraízan tu árbol genealógico.


Color. Ciego.

Haces el amor
con el pánico de un hombre que ha intentado por décadas
afirmar la procreación como un arma
contra el racismo,
la amarga ternura de alguien que lleva la traición
grabada en su ADN.

Nos besamos y el mundo pierde sus colores
tu cara se desvanece en la cara de él ―
            un niño imaginario
            de dos años, tres a lo mucho,
            que se escabulle alrededor de los muebles
            abarrotados en mi sala
            arrastrando detrás de sí
            (como un perro con correa)
            un globo amarillo medio desinflado.

Te entierras en mí
como en una cama de flores
donde sigues intentando en vano sembrar
tu semilla.
            El niño ríe, con una sola exhalación apaga
            cuatro velas imaginarias en su imaginario
            pastel de cumpleaños
            (chocolate y vainilla con glaseado azul).
            Tiene tu cabello rizado
            y mi ligeramente puntiaguda nariz,
            huesos delicados
            como un pájaro que Dios olvidó crear,
            tus extrañas orejas y piel
            un poco humosa
            como todos aquellos sentenciados al nacer
            a una siempre confusa mezcla de identidad.

Mudamos de piel, como un par de serpientes perdidas en un paraíso
infestado de mala hierba y manzanas que ya han iniciado
a pudrirse,
alternando entre vino aromático
y vinagre de manzana que gotea
de los pies de Jesús.
            El niño, ya de seis, está a punto de entrar a primer grado.
            Asiente con diversión,
            ignorando nuestros ruidosos esfuerzos de hacer venir al otro.
            Hojea
            mis libros en rumano y tus libros en inglés.
            Cuando cree que no lo vemos, arranca algunas páginas
            y hace barcos de papel, ranas de papel, cruces de papel.

Hacemos el amor hasta que sangre fétida sale despedida de mí
a raudales
y el hijo que pudimos haber tenido
gorgotea por el desagüe,
llorando sin voz.
            “Pero puedo cuidar de ti,” me quejo.
            “La inmaculada concepción,” te burlas,
            escabulléndote ―ambos, padre e hijo
            deseando ― cobarde
            olfateando
            tras otro útero.

Orgasmo. Lamentándose

Penetras mi cerebro como un gato que mete
su espinoso miembro,
en todas las gatitas del vecindario,
llenando la noche con alaridos desesperados
para el horror de los padres y el desconcierto de los hijos
enviados a la cama con tareas sin terminar
y estómagos vacíos.

            (Cada ráfaga de viento trae un leve gemido
            como un vago signo de interrogación
            perdido entre los ruidos de la ciudad.)

Observas como me estremezco,
excitada y sin rastro de vergüenza,
y comienzas a reír ―
arrogante como un chamán primigenio
esperando la larga fila de esposas vírgenes
ansiosas por ser desfloradas por el
pene de piedra sagrada
como generaciones de mamás y abuelas
antes que ellas.

            (El llanto se vuelve cada vez más débil
            cubierto por los silbidos de los trenes,
            los jets estallando en los cielos,
            y los gritos melodiosos de los vendedores de agua.)

Tu rostro ― cada vez más y más impenetrable
como la obscuridad enmudecida dentro de una cueva
en el ferrocarril subterráneo
abarrotado con huesos de esclavos
que nunca encontraron el camino de vuelta
a su boca.

            (El llanto desaparece suavemente en los pulmones de
            recién nacidos negros
            asados en un pincho de madera
            hasta que la piel brota en ramos
            de flores sangrantes
            y los ojos explotan como huevos sobrecosidos.)

Tu eyaculas y rompes en llanto
lamentándote.



Diana Manole, poeta. Ha publicado nueve colecciones de poemas y obras de teatro. Ha  ganado catorce premios literarios. Después de mudarse a Canadá, ha publicado poemas en inglés y traducido en colaboración con Adam J. Sorkin en revistas en Canadá, Estados Unidos y el Reino Unido. Además, se imprimieron traducciones de su poesía canadiense en varias revistas rumanas. B&W, su última colección de poemas, fue publicada en 2015 por Tracus Arte en una edición bilingüe en inglés y rumano.

Traducción:

Claudia García, es estudiante de lenguas modernas, gestión cultural y traducción en la Universidad Anáhuac. Es ganadora del 10° Concurso Nacional de Ensayo Filosófico Preuniversitario “Problemas Éticos de la Sociedad Actual” en el año 2014, organizado por la Universidad Iberoamericana. Actualmente está escribiendo su primer libro de cuentos.

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