IRMA VEROLÍN




MUJER EN LA SILLA

A veces  sueño
con mi abuela,
la que no conocí,
la madre de mi madre:
es una mujer sin rostro
sentada en una silla
de espaldar crujiente,
una mujer
que tose y tose
a ras del mundo. Ella
inició el prodigio
de las orfandades,
murió en el momento justo
cuando mi madre era una niña
y mi madre
después
hizo lo mismo conmigo.
Nuevamente una niña hablará
del viaje de su madre
-pies descalzos
melena despeinada
corriendo detrás  de la consistencia de la muerte-.
La historia comenzó en esa silla, comenzó
con la tos de una mujer sin rostro
que entró en mis sueños
como si mis sueños fueran
la prolongación de un viaje
sin principio ni fin.
En esta  historia
sólo hay mujeres que viajan
en el entretelado de los ojos
que no se abren
que no se abren



1964

Mi bisabuela ciega  
me pide que les escriba una carta
a nuestros parientes que están lejos.
Con mi letra chueca  
llena de faltas de ortografía
escribo al dictado.
La voz
su plena voz
se extiende
por la gran casa donde vivimos
y amplía el tamaño de mis letras
su voz triste
un poco espesa
su voz de mujer vieja
tuerce mi mano
la empuja hacia delante
mientras los renglones grises
se estiran
y se entibian.
Nos encontramos bien de salud
recita su voz: mi mano obedece
sobre la hoja
sobre la mesa en que apoyé la hoja
sobre la madera oscura del comedor
sobre esta tierra
              que mis  pies oscilantes no logran rozar
en este mundo
la mano
mi mano sabe seguir a la voz
que silabea
me acuna
me aplaca.
El tiempo apagó la ventana: 
yo también estoy ciega, abuela,
iluminada  solamente
por el resplandor  inagotable de la hoja.





LA MADRE DE MI MADRE

Veo a la madre de mi madre,
mujer de voz finita,
tejiendo calcetines en la oscuridad
de una pequeña habitación, pequeña
como su voz.
Aún faltan muchos años
para que mi madre nazca
y salga por fin
del vientre de esta mujer que teje.
Sus brazos
sus manos se mueven a contraluz
en esa penumbrosa soledad, su vientre
es aún más oscuro que la habitación.
                    Los calcetines son horrendos
no tienen futuro
no tienen lo que se dice
la menor de las oportunidades
en el mundo que se avecina.
Con su voz  diminuta        
la madre de mi madre
susurra frases cortas
que hilvanan las palabras a los tropezones
entre el chis chas sordo
de las agujas de madera
una contra otra
una contra otra en continuo choque
-ella susurra para replicarle a ese sonido
su falta de armonía-
pero esas  frases descomponen lo poco que ha quedado
de la música original.
De hacer el resto, se ocupa
la penumbra
la  densa penumbra
que envuelve al siglo entero
y apaga  el vientre
de esta mujer que teje.
Dos pies de hombre
deberán entrar en esos calcetines
alguna vez.
             

HABLAN DE MI PADRE

 Antes
-lo recuerdo bien-
con cierta frecuencia
solía encontrarme
en la calle
en una plaza
en reuniones familiares
con gente que me decía:
Yo conocí a tu padre.
La frase
deslumbrante
se desplegaba
como una joya
nacida del misterio, mi padre
siempre joven
                    se plantaba entre otras palabras
forzando el itinerario de los hechos
y en esas palabras
                    estoy yo
de niña
en un cementerio
caminando al costado
de una hilera de cruces
que brotan de la tierra
y tienen la misma altura
de mi cuerpo.
A la gente le gusta contar historias
donde una niña y la muerte
se entreveran
con cierta ampulosidad y desconsuelo.
Mi padre ha quedado petrificado en
una escena única
-morirse joven  es casi lo mismo
que haber filmado una película en Hollywood-.
Mi cuerpo  ya se acerca
al doble de la edad que tuvo mi padre
cuando se encontró con la muerte
-los años se enciman y
las células responden,
el tiempo con sus pezuñas
ha seguido avanzando
después de aquella estampa con la niña
y las cruces en el cementerio, parece mentira-.
Ya nadie me detiene
para decirme que conoció a mi padre
e   hilvanar después
con palabras fantásticas
apabulladas
otra historia
capaz de sorprender a una mujer
que escucha
con oídos de niña.
La muerte de mi padre
se quedó sin auditorio,
ha ido perdiendo sus testigos
en el desparramo de los días,
hoy la muerte a secas
se ha vuelto un hecho tan trivial
como un simple envoltorio de jabón
o galletitas.


OFICIOS DE LA PALABRA

Mi padre fue soldado.
Mi tío no llegó a ser
lo que debía ser: un sacerdote.
El padre de mi padre quiso
que sus hijos varones
compensaran sus fuerzas:
la profesión del grito
la de la orden en altísima voz
imploraba el susurro de la plegaria
en  la serenidad de los monasterios.
Pero en aquellas interminables noches
de guardia en el cuartel 
mi padre  descubrió el cigarrillo
y el silencio.
Aquel silencio amplio
cavernoso
lo llenó de amargura,
el cigarrillo lo empujó a la muerte.
Con frecuencia
desde el  refugio de su muerte
mi padre me habla,
su voz distinta
hecha con retazos de agitado ritmo,
su voz escasa
pronuncia
las palabras necesarias, habla
su voz
para mí,
sólo para mí.


LAS TÍAS DEL CAMPO

Venían una vez al año con sus vestidos floreados 
y sus zapatos chuecos, conversaban
sobre las vacas
sobre la altura de los yuyos
o relataban la furia de las lluvias,
hablaban sin parar
de las langostas
y abrían inmensamente sus bocas
cuando las llevábamos
a pasear al centro de la ciudad.
Resplandecían tanto los vidrios que las separaban 
de los maniquíes
resplandecían con un estrépito
que obligaba a sus bocas a abrirse aún más.
Gracias a ellas
aprendí palabras nuevas
que nunca pude usar en la ciudad
y recibí sus abrazos de bocas hambrientas
cerrando suavemente mis ojos.


EN LA COCINA

Mi abuela desplegó  
sus muchas sombras
a lo largo de la mesa
en la cocina
entre cacharros y pan duro.
La vida se multiplicaba  
incansablemente
alrededor de la mesa
pero mi abuela se alimentaba
de indigencias
entre el escaso devenir del día
y los trapos húmedos
puestos a secar.
Mi abuela, Reina de la Noche   
anochece en mi memoria
como una flor inmensa.
A veces  
en esta misma cocina
cierro los ojos
y me voy muy lejos
tan lejos
que el mundo desaparece,
como llevo la memoria cosida
a los pliegues de mi ropa
me desnudo: soy carne
nada más
uñas
huesos
y del otro lado, el mundo
minúsculo
titila en escuálido esplendor
porfiado en persistir
dentro de una cocina
con trapos húmedos y pan duro.
   

VESTIDO DE LENTEJUELAS

 La luz se estrellaba
en las lentejuelas de mi vestido,
yo inesperadamente
había vuelto a ser joven
y sentía en mi interior
la reverberación de mi propio nombre
mezclándose con los brillos de esa generosa luz.
Bien despierta 
viví dentro de aquel vestido
la fascinación
de beberme la luz
en una sola bocanada.
  
IRMA VEROLÍN nació en Buenos Aires en 1953.  Se formó en la escritura poética, pero comenzó publicando narrativa. A partir de 2013, retomó la poesía y publicó dos libros, el segundo gracias al premio de la fundación Victoria Ocampo.  Novelas: “El puño del tiempo” y “El camino de los viajeros”. Cuentos: “Hay una nena que gira”, “La escalera en el patio gris”, “Una luz que encandila” y “Una foto de Einstein tocando el violín”. Poesía: “De madrugada” y “Los días”. La editorial Palabrava editará su próximo libro de poemas: “Árbol de mis ancestros”. Es autora de algunos libros de literatura infantil publicados en distintas editoriales. Ha recibido numerosos premios: Emecé, Internacional de Novela Mercosur, Internacional de Puerto Rico, Fondo Nacional de las Artes,  Primer Premio Municipal de C. de Buenos Aires “Eduardo Mallea” entre otros.
Algunas de sus novelas fueron finalistas de los premios Clarín, Planeta, Fortabat y La Nación. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.

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