Lloro a Alejandra
Pizarnik
Pequeña centinela,
caes una vez más por la
ranura de la noche
sin más armas que los ojos
abiertos y el terror
contra los invasores
insolubles en el papel en blanco.
Ellos eran legión.
Legión encarnizada era su
nombre
y se multiplicaban a medida
que tú te destejías hasta el último hilván,
arrinconándote contra las
telarañas voraces de la nada.
El que cierra los ojos se
convierte en morada de todo el universo.
El que los abre traza las
fronteras y permanece a la intemperie.
El que pisa la raya no
encuentra su lugar.
Insomnios como túneles para
probar la inconsistencia de toda realidad;
noches y noches perforadas
por una sola bala que te incrusta en lo oscuro,
y el mismo ensayo de reconocerte
al despertar en la memoria de la muerte:
esa perversa tentación,
ese ángel adorable con
hocico de cerdo.
¿Quién habló de conjuros
para contrarrestar la herida del propio nacimiento?
¿Quién habló de sobornos
para los emisarios del propio porvenir?
Sólo había un jardín: en el
fondo de todo hay un jardín
donde se abre la flor azul
del sueño de Novalis.
Flor cruel, flor vampira,
más alevosa que la trampa
oculta en la felpa del muro
y que jamás se alcanza sin
dejar la cabeza o el resto de la sangre en el umbral.
Pero tú te inclinabas igual
para cortarla donde no hacías pie,
abismos hacia adentro.
Intentabas trocarla por la
criatura hambrienta que te deshabitaba.
Erigías pequeños castillos
devoradores en su honor;
te vestías de plumas
desprendidas de la hoguera de todo posible paraíso;
amaestrabas animalitos
peligrosos para roer los puentes de la salvación;
te perdías igual que la
mendiga en el delirio de los lobos;
te probabas lenguajes como
ácidos, como tentáculos,
como lazos en manos del
estrangulador.
¡Ah los estragos de la
poesía cortándote las venas con el filo del alba,
y esos labios exangües
sorbiendo los venenos de la inanidad de la palabra!
Y de pronto no hay más.
Se rompieron los frascos.
Se astillaron las luces y
los lápices.
Se degarró el papel con la
desgarradura que te desliza en otro laberinto.
Todas las puertas son para
salir.
Ya todo es el revés de los
espejos.
Pequeña pasajera,
sola con tu alcancía de
visiones
y el mismo insoportable
desamparo debajo de los pies:
sin duda estás clamando por
pasar con tus voces de ahogada,
sin duda te detiene tu
propia inmensa sombra que aún te sobrevuela en busca de otra,
o tiemblas frente a un
insecto que cubre con sus membranas todo el caos,
o te adrementa el mar que
cabe desde tu lado en esta lágrima.
Pero otra vez te digo,
ahora que el silencio te
envuelve por dos veces en sus alas como un manto:
en el fondo de todo jardín
hay un jardín.
Ahí está tu jardín,
Talita cumi.
1
Si la casualidad es la más
empeñosa jugada del destino,
alguna vez podremos
interrogar con causa a esas escoltas
de genealogías
que tendieron un puente
desde tu desamparo hasta mi
exilio
y cerraron de golpe las
bocas del azar.
Cambiaremos panteras de
diamante por abuelas de
trébol,
dioses egipcios por profetas
ciegos,
garra tenaz por mano sin
descuido,
hasta encontrar las puntas
secretas del ovillo que
devanamos juntas
y fue nuestro pequeño sol de
cada día.
Con errores o trampas,
por esta vez hemos ganado la
partida.
2
No estabas en mi umbral
ni yo salí a buscarte para colmar los huecos que fragua
la
nostalgia
y que presagian niños o animales hechos con la sustancia
de la frustración.
Viniste paso a paso por los aires,
pequeña equilibrista en el tablón flotante sobre un foso
de lobos
enmascarado por los andrajos radiantes de febrero.
Venías condesándote desde la encandilada transparencia,
probándote otros cuerpos como fantasmas al revés,
como anticipaciones de tu eléctrica envoltura
—el erizo de niebla,
el globo de lustrosos vilanos encendidos,
la piedra imán que absorbe su fatal alimento,
la ráfaga emplumada que gira y se detiene alrededor de
un ascua,
en torno de un temblor—.
Y ya habías aparecido en este mundo,
intacta en tu negrura inmaculada desde la cara hasta la
cola,
más prodigiosa aún que el gato Cheshire,
con tu porción de vida como una perla roja brillando
entre los dientes.
16
No invento para ti un miserable paraíso de momias de
ratones,
tan ajeno a tus huesos como el fósil del último invierno
en
el desván;
ni absurdas metamorfosis, ni vanos espejeos de leyendas
doradas.
Sé que preferirías ser tú misma,
esa protagonista de menudos sucesos archivados en dos o
tres memorias
y en los anales azarosos del viento.
Pero tampoco puedo abandonarte a un mutilado calco de
este mundo
donde estés esperándome, esperando,
junto a tus indefensas y ya sobrenaturales pertenencias
—un cuenco, un almohadón, una cesta y un plato—,
igual que una inmigrante que transporta en un fardo el
fantasmal resumen del pasado.
Y qué cárcel tan pobre elegirías
si te quedaras ciega, plegada entre los bordes mezquinos
de este libro
como una humilde flor, como un pálido signo que perdió
su sentido.
¿No hay otro cielo allá para buscarte?
¿No hay acaso un lugar, una mágica estampa iluminada,
en esas fundaciones de papel transparente que erigieron
los grandes,
ellos, los señores de la mirada larga y al trasluz,
Kipling, Mallarmé, Carroll, Eliot o Baudelaire,
para alojar a otras indescifrables criaturas como tú,
como tú prisioneras en el lazo de oscuros jeroglíficos
que
las ciñe a tu especie?
¿No hay una dulce abuela con manos de alhucema y
mejillas de miel
bordando relicarios con aquellos escasos momentos de
dicha que tuvimos,
arrancando malezas de un jardín donde se multiplica el
desarraigo,
revolviendo en la olla donde vuelven a unirse las
sustancias de la separación?
Te remito a ese amparo.
Pero reclamo para ti una silla en la feria de las
tentaciones;
ningún trono de honor,
sino una simple silla a la intemperie para poder saltar
hacia el amor:
esa gran aventura que hace rodar sus dados como
abismos errantes.
El paraíso incierto y sin
vivir.
17
Aunque se borren todos nuestros rastros igual que las
bujías en el amanecer
y no puedas recordar hacia atrás, como la Reina Blanca,
déjame en el aire tu sonrisa.
Tal vez seas ahora tan inmensa como todos mis muertos
y cubras con tu piel noche tras noche la desbordada
noche del adiós:
un ojo en Achernar, el otro en Sirio,
las orejas pegadas al muro ensordecedor de otros
planetas,
tu inabarcable cuerpo sumergido en su hirviente
ablución,
en su Jordán de estrellas.
Tal vez sea imposible mi cabeza, ni un vacío mi voz,
algo menos que harapos de un idioma irrisorio mis
palabras.
Pero déjame en el aire la sonrisa:
la leve vibración que ahogue un trozo de este cristal de
ausencia,
la pequeña vigilia tatuada en llama viva en un rincón,
una tierna señal que horade una por una las hojas de este
duro calendario de nieve.
Déjame tu sonrisa
a manera de perpetua guardiana,
Berenice.
Olga Orozco, poeta argentina (1920 – 1999)