RENATO PAXI OYANGUREN





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POESÍA DE LOS INSOMNIOS


Tengo que decir alguna mierda simbólica para llenar el espacio.
Tengo que escribir alguna mierda simbólica para llenar el espacio.
Tengo que… ¿Sentirme? Mal, definitivamente mal,
para llenarme, despacio.
Tengo que sentirme una mierda y tratar de aminorar el dolor con euforia,
y escribir y decir todo lo que está mal, pero despacio.
Despacio rodar las rodajas de piel y espacio.
El mantel puede mancharse, el alcohol puede desinfectarme.
Tengo que desinfectarme porque hay mucho por desinfectar.
Y escribir y decir todo lo que está mal conmigo,
aunque se sobreentienda.
Y pensar que me explico aunque jamás me pude explicar.
Y redoblar el verbo como un mar de palmas al aire
un tanto desiguales, un tanto maltratadas,
que se mantienen despacio en el espacio de las cosas que no
puedo
explicar.
Me siento débil,
menor y culpable,
pero jamás me he sentido realmente mal,
porque sentirse mal es realmente doloroso,
y no hay nada a lo que le tema tanto como le temo al dolor.
Porque sentirse mal es para las personas que están realmente mal,
y yo tengo una madre, un hermano, un par de amigos,
un plato de comida y unas cuantas mudas de ropa.
Me siento débil, menor y culpable,
y mentiroso y redundante,
pero nunca lo he podido decir, ni escribir,
que no es lo mismo:
solo esta serie de mierdas simbólicas
que intentan llenar el espacio,
que intentan llenarme despacio.



UTÓPICA MECÁNICA DE LOS INICIOS

No me queda nada.

(Inicio. Punto y coma. Aparte)

Quemaba aún en el rostro de este nuevo exilio,
y partícula por partícula
Iba su cuerpo colándose en la negra densidad del edificio.
Pronto la supe ida y escribí
en un periódico del día fatídico
que lo justo nunca equivaldrá a lo perdido.

(Aparte)

“Hay cosas que no son cosas” –respondí,
cuando alguien a quien no recuerdo
lanzó un signo de interrogación al aire
y mencionó su nombre.
Cien años pasaron ya desde la catástrofe,
o quizás quince minutos.
No he podido asegurarme.

(Aparte)

Aún la escucho decir
que no somos más grandes que nuestras palabras,
el silencio fue siempre su mayor enemigo.
Y a veces quisiera admitir en voz alta
que aún podemos perdernos en el más eterno
de los anonimatos.
Que aún podemos perdernos.

(Aparte)

Amaneces de niebla y rocío.
Se relamen las matas,
las raíces, las flores,
y alguna suerte equívoca de bienestar
trepa por nuestros oídos.
Debería poder dejar de escribirle.

(Aparte)

No puedo.

(Aparte, confesión)

Últimamente cuando se me preguntó cómo estaba
yo respondía con un nombre que no vive más:
Nadia, Romina, Esthefania…
Entonces, solo existía por cuestiones del azar
preguntándome a menudo
si el arma que va a deshacerme
ya se ha fabricado.
Qué pájaro negro y poluto va a visitarme.
Cuánto tardará mi próxima neumonía.
Quienes siguen conmigo.
Y lo único que alcanzo a oír,
es el sonido hueco que devuelve del pecho
su vacío.

No-tú.
No-tú.
No-tú.
Setenta y seis veces por minuto.

(Final)

Bienaventurados los que se fueron,
los que se fueron sin irse.
Ahora entiendo que jamás seré más grande
que estas palabras.
Gracias ausente e inmarcesible amor,
por escucharlas,
por saberme tuyo sin que importe morirse,
por saberme tuyo sin que importe morirse.


EFEMÉRIDES

Me acordé,
esta mañana medianamente bucólica,
de la sombra bondadosa que ofrecía
el níspero que sembró doña Cecilia
                                            tu madre
hace una cantidad insabible de veranos.

Los mismos veranos que,
plegados a la esquina de la verja
que arrinconaba dicho arbolejo japonés,
podían oírse en todo el jardín
de la casa de tus abuelos,
tus jadeos color turquesa y
las risillas vivarachas del niño
que vivió al lado y extrañamente fui yo.

Años después pasaron a escucharse
de las mismas bocas,
los gemidos color violeta
de un par de primeras veces;
yo intentaba toser el humo fuera de tus piernas,
tu retorcías el torso por los pormenores del sexo oral.

Recuerdo a medias haberme enamorado de ti
Durante la infantil inocencia de unos correteos.

No sé si fue el tonto cliché del vestidito de flores,
tu olor a esperanza y limón,
o la forma en la que reías
cuando rosaba con la yema de los dedos
la planta de tus pies.

Los arbustos que rodeaban el perímetro
de nuestras fantásticas nimiedades,
pronto se hicieron recovecos llenos de tesoros,
cartas al otro
y escondites obvios.
Luego de mucho, me hubiera complacido admitir
que ese rincón seguía cumpliendo su prometido,
solo que los tesoros pasaron a ser
quetes de cocaína que robábamos de don Cesar
                                                      tu madre
y las cartas se tornaron ceniza
arrebatada por el aire que alguna vez
se alojo entre nuestras lenguas de fuego.

Durante los días oscuros,
cuando me pedías sostenerte el cabello
y yo te imploraba parar,
los recuerdos invadían mi mente
igual que perros hambrientos;
tu bulimia revestida en excesos falsos de alcohol
pronto se metamorfoseaba en las lágrimas que brotaban de tus ojitos
caramelo, ayer
cuando te gané en quien llega primero al tercer piso y de vuelta.

Me temo que hoy,
en recuerdo de hace una cantidad –adrede insabible- de veranos,
unos hijos de puta cortaron el níspero
y la casa de muñecas a gran escala
(así le decía yo a la casa de tus abuelos)
fue demolida y puesta en disposición de un fin supremo y estúpido.
Entonces, volvimos a por nuestro cruel redescubrimiento,
y sostuve la mano que dejaste caer
(esa que siempre pones en el antebrazo para cubrir
las marcas, nunca supe porque no solo
utilizas blusas manga larga)
y dije que te amaba.

Espero que no me hayas creído,
ni hoy,
ni hace dos horas
ni hace veinte años.

Espero que no me creas nunca.

Ahora nosotros somos el níspero y las efemérides,
el útero y la sepultura,
el antes de Cristian, que nos enseño a lanzar
y el después de mí,
cuando me vaya.

Y dije que te amaba,
cobardeando sus ruinas,
solo para no olvidarme nunca que
hay cosas que el tiempo no puede borrar.


Renato Paxi Oyanguren (1998). Estudiante mediocre de derecho. Escritor frustrado. Mal intento de futbolista. Dibujante torpe. Malhablado sin discreción. Feliz.

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