Los arcos y las flechas
Cuando la huella del animal
comienza a disiparse y en la tierra
una costra amenaza cualquier
forma de redención, pienso
en aquellos veranos ingrávidos,
en la casa de adobe
luciendo sobre la sangre ácida.
Luego la herida vuelve a hacerse carne
y con la carne vuelven los arcos
y las flechas y los cazadores
apostados en un rincón de la memoria.
(De “La estación de las Moras”,
XXXIV Premio Carmen Conde, Torremozas,2017)
El musgo crece en el silencio
como si escribir fuera
despojarse de jinetes.
Ajena a mi dicción
ha nacido una frontera galopante.
Estos son los dominios de la lógica.
Donde el poema se abre
brutal
en un espacio sostenido.
(De “La tierra más frágil”, inédito)
Compartimento C, coche 193
Versión del cuadro “Compartimento C, coche 193”
de Edward Hopper
La luz entra a través de la tarde
y se posa en sus manos como un campo rojo,
como una higuera de paz y de silencio.
Los segundos se abren a las orillas del tren,
dejando un rastro de caracolas y caballos naranjas.
Y a su alrededor, el tiempo se expande
como un trigal hasta el horizonte.
La luz, piensa ella, es el águila calvo que titila
por los libros de algún escritor japonés,
alimentándose de los sueños del mundo.
La luz, ya casi extinta, cae sobre el lomo del tren,
como si éste fuera una ballena plateada a punto de salir del mar,
a punto de ocultarse entre los arcos de una catedral de agua.
Y mientras, un paisaje de ríos y de bosques pasa rozando su mirada,
vienen desde lejos estatuas,
cuerpos de arena que alargan una mano hacia su memoria.
Recuerdos que se abren como alas de maíz sobre la herida.
Hay un pueblo que se acerca por el oeste,
sobre el viento amarillo y el olor a finales de verano.
Cuando la infancia se mecía
como caballo de cartón sobre las losas de un cuarto húmedo.
Cuando las colmenas se agolpaban en el aire
cargado de lluvia y de lenguajes remotos.
Cuando en las despensas crecía una luna vegetal
y las enredaderas de miel tenían la estatura de un niño.
Un pueblo que se riza como una nube
y desaparece con el humo blanco del tren sobre las vías.
Más allá, otro recuerdo abre sus puertas,
y ella cruza sin preguntar nada,
sin atreverse casi a respirar, ni a poseer un nombre.
La mujer camina sola por las grutas del subconsciente
que se eleva como un muro de agua infranqueable,
como un desierto del que brotan arrecifes de coral
y desfiladeros abiertos en la carne de una máscara egipcia.
Y la mujer sueña que es un sauce creciendo en algún lugar exótico,
arrastrando sus pies descalzos por los jardines de la Reina Sisodia,
aquélla que murió por contemplar de cerca la vida y sus relojes infinitos.
La tarde deja paso a la noche.
Y al tren le nace cola de sirena,
en recuerdo del mar y de la magia perdida.
La mujer sueña que el tren en el que viaja
es un pescado enorme que nada por las aguas circulares del olvido,
comiéndose las vidas de los viajeros que encuentra a su paso,
para que en el interior de sus vísceras de leche
se transformen en algo sólido y tangible,
en un girasol que se curva para recibir la luz de la memoria.
Seres extraños se conjuran en la oscuridad,
batiendo sus alas melancólicas, abriendo
y cerrando heridas inmemoriales.
A lo lejos, aparece un pensamiento entre la bruma,
derrumbándose, después, como un dios degollado sobre los raíles.
Y la mujer sueña y sueña, levantando la vista del libro
y contemplando el paisaje a través de esa ventana veloz,
a través de ese hueco que se abrió entre las escamas del pez,
entre las raíces de su corazón de abeja.
Sabe que pronto llegará a su destino,
que las luces se acercarán como luciérnagas atrapadas
en los hilos de la noche.
Sabe que todo lo vivido
no será más que un sueño cuando baje al andén,
cuando deje de sentir a esa extraña
que vive y respira dentro de ella.
La mujer hunde las manos
como redes en su memoria y encuentra una isla.
Nadie sabe en qué lugar crecen los sueños,
como estrellas de mar secándose al sol del mediodía.
Cuentan que una noche cada trescientos años,
un tren abandona sus raíles
y llega a la isla de los sueños perdidos.
El tren está llegando a la estación.
Y a la mujer le crecen alas de arena.
(Accésit Premio Antonio Machado del Tren 2008)
Sobre la autora
Ángela Álvarez Sáez (Madrid, 1981). Licenciada en Derecho. Fue becada por la Fundación Antonio Gala durante el curso 2005-2006. Ha publicado los siguientes libros de poemas: La torre de las tortugas (Premio Antonio Carvajal, Hiperión, 2006), Metales en la voz (Premio Gran Hotel Canarias, Vitruvio, 2006), Las versiones del tigre (Vitruvio, 2007), De conjuros y ofrendas (Polibea, 2015),La columna rota (Huerga y Fierro, 2016), La estación de las Moras (XXXIV Premio Carmen Conde, Torremozas,2017) y Libro de la nieve (XXIII Certamen de Poesía María del Villar, 2017) y La casa salvaje (Premio Internacional de Poesía León Felipe 2018, que será publicado por la editorial Celya en el año 2019). Ha obtenido, el XV Premio conmemorativo Luis Rosales, el Primer Premio del V Certamen internacional de poesía Café de Oriente “Gerardo Diego”, el premio del Certamen jóvenes creadores del Ayuntamiento de Madrid (2007), el Primer Premio del Certamen Florencio Quintero, el II Certamen de poesía Alfambra, el X y XI Certamen de Mujeres Creadoras (Ayuntamiento de Baena) y el Premio “La voz más joven 2011” (obra social Caja Madrid). Asimismo, ha sido finalista del 61º, 64º, 65º y 70º Premio Adonáis y accésit en Los Premios Antonio Machado del Tren 2008 (RENFE).
Colaboración: Sara Montaño Escobar