I
Aún conservo la cobija del tigre que de niño me protegía de la tecolota, esa que según mi abuela me llevaría si me encontraba despierto por la madrugada. En las noches de tormenta la escuchaba aleteando contra la ventana, y entonces fingía dormir y ocultaba el miedo bajo la manta. Qué suerte que aún la conservo, porque sigo temiendo a los monstruos y de vez en cuando escucho a la tecolota revoloteando cuando me desvelo.
II
Que suerte tener mi cobija, no como los indigentes que duermen en banquetas frías o la anciana abandonada que cubre sus reumas con un manto de cartón. Ellos que enferman de neumonía con la primera lluvia de enero, no alcanzan a ver febrero y quedan tendidos en la avenida cubiertos con un sudario de papel. Ellos que no temen a la tecolota sino al frío. Porque no a todos nos persigue el mismo monstruo, ni todos nos cubrimos con el mismo manto; el mío tiene un tigre estampado, y el de ellos la estampa de nuestra indiferencia.
*
Hoy di tres me entristece
y cinco me enoja en Facebook
pero no salvé a Floyd
ni a la elefanta en Karela
ni a Diana
ni a Leonila
ni a los 43
Discutí con cuatro machos
sobre derechos de la comunidad LGBTTTQIA
sobre el libre aborto
y la crisis capitalista
en medio de una pandemia
y escribí en mi Twitter
que deseaba que el mundo ardiera
hasta que hubiera justicia
y nadie muriera por ser quien es
Todo desde la comodidad de mi cama
bebiendo una cerveza Indio
que compré de contrabando
a 500 la charola
Un revolucionario de closet
que hace historia
sin plantar cara a la policía
sin donar un quinto para Somalia
y sin dar la vida
Poco más que un hipócrita
*
Me dan coraje los inconscientes
que a pesar de la contingencia
salen a caminar al centro
o a pistear con los amigos
Son los que en Internet critican
que para qué el encierro
que no existe la pandemia
según aquel post de Facebook
que culpa al gobierno
y a los doctores
por matar a la gente
y decir que fue por COVID
Se quejan de que no hay dinero
y que deben trabajar
para costear un six de Tecate
y llaman a los vecinos metiches
por aguarles la reunión clandestina
Los realmente necesitados
nos morimos de hambre
Los realmente necesitados
caímos en bancarrota
o salimos con miedo a la calle
deseando no tener qué hacerlo
Los realmente necesitados
no nos quejamos del encierro
porque no hemos tenido ese privilegio
Ahora un patán se mofa de nosotros
y argumenta que si él no sale
la gente en la calle no come
mientras sube una selfie al Instagram
y deja a un indigente con la mano extendida
*
Corría a casa de mi abuela
para curarme de espanto
y ella me consolaba
con chocolate caliente
y bolillos con mantequilla
Decía que estaba orgullosa
con mis dieces en la boleta
y mi nombre en el cuadro de honor
que sería un hombre exitoso
y me cuidaría siempre
cuando las cosas salieran mal
Abuela
no me convertí en ese hombre
Intenté un posgrado
pero reprobé el último semestre
y perdí la beca
y ahora estoy varado
en Querétaro
sin trabajo y sin dinero
Abuela
ya no estoy más en el cuadro de honor
no hay comida sobre la mesa
y se acumulan las rentas pendientes
y las facturas de luz
Abuela
Ahora en verdad tengo miedo
y quiero correr a tu casa
pero se me olvida
que ya no estás en ella
Cajas de pastillas para no olvidar.
El médico recetó el primer lote de pastillas cuando empezaste a perder tus cosas: un chal de seda que jamás sacaste del ropero, un par de zapatos bajo el sofá y el collar que llevabas puesto.
Culpabas a la mucama mientras te cubrías los hombros con el chal que no encontraste y, si no era porque ella robaba tus cosas, era porque las cambiaba de lugar. No sabía cómo explicarte que no teníamos mucama.
A veces te encontraba tocando el piano: tus dedos se movían cada vez más lento hasta quedar en silencio a mitad de la estrofa. Entonces tus manos temblaban y tu mirada se perdía en la pared más allá del instrumento. Pasados los minutos, tus ojos se llenaban de lágrimas, golpeabas con frustración el teclado y tenías que comenzar de nuevo, pero no recordabas cómo empezar.
El segundo lote de pastillas llegó cuando escapaste de casa. Caminaste sin rumbo durante horas. Te encontramos desorientada, resguardada en una ferretería a varios kilómetros de tu hogar.
Después olvidaste mi nombre. Te sentabas en el borde de la cama y me hablabas de cuando enseñabas piano y costura en la vieja vecindad donde creciste; de pronto te detenías, mirabas mis ojos y decías que me amabas cuando, en vez de mi nombre, susurrabas el de papá. Te recordaba que era tu hijo y al principio podías recordarme, hasta que ya no me recordaste más.
Para cuando llegó el último lote de pastillas, ya no distinguías el presente. Recreabas entre los muros los pasillos de tu infancia, y charlabas con los retratos del corredor y las sombras en las que proyectabas el rostro de la abuela. Ya no tenías cinco hijos: en cada uno encontrabas al tío, o al padrino, o al vecino de tu viejo hogar. Me mirabas asustada y preguntabas mi nombre y qué hacía en tu casa cuando te llamaba para la cena. Me había convertido en un extraño y, cuando noté las pastillas caducadas sobre la mesa, ya no tenía mamá.
*
Mi perro no quiso abrazarme y duerme a los pies de la cama como un perro que sueña cosas de perros.
A mí me espera otra noche de insomnio retorciéndome sobre las sábanas y curando la jaqueca con aceites y aspirinas porque, claro, la ansiedad es cosa de humanos. La depresión es cosa de humanos. El suicidio es cosa de humanos.
En la madrugada saldré al parque y al ver a mi vecino del que nunca he sabido el nombre, lo saludaré sonriente, ocultando las ojeras con la capucha. El perro correrá en el campo porque, por suerte, preocuparse por el futuro es cosa de humanos; porque mi perro no estudió un posgrado ni dejó a su familia ni se ha enamorado. Porque el perro no llama a su jefe pidiendo quedarse en casa para fingir que trabaja, ni vuelve del paseo con mil excusas para no admitir que dejar la medicina es lo que lo está matando. No abre la laptop con la pantalla en blanco e intenta recordar por qué demonios aceptó el trabajo, por qué demonios se fue de casa, por qué demonios no se ha suicidado. Y aunque mi perro pensara en ello, seguramente rompería un zapato y seguiría con su vida de perro, se recostaría a los pies de la cama y dejaría que su humano se preocupara por las cosas de humanos.
Navarro (Tepic, Nayarit, 1992). Poeta. Retrata la cotidianidad y sobre cómo es ser foráneo en una ciudad que no termina de pertenecerle. Todo desde la perspectiva de su trastorno: bipolaridad. Así mismo, Navarro hace de la poesía un canal de desfogue para su depresión y nostalgia. Actualmente vive con sus roomies en la ciudad de Querétaro. Asiste a talleres de creación literaria y lecturas en la ciudad, y ha publicado en las revistas digitales Lengua Suelta, Golfa y Encuentro, fanzines de la editorial independiente Mitote Literario y diversos medios digitales. Trabaja en su primer poemario, y espera tenerlo listo en algún punto entre mañana y el día en que muera. Le gusta plantar semillas e irá a un retiro budista una vez que lo corran de su trabajo.